domingo, 19 de abril de 2015

La alegoría del árbol caído


Había una vez un hombre que, como muchos otros antes y a la vez que él, había ido cortando golpe a golpe sus raíces hasta troncharlas de cuajo. Cuando después de no mucho tiempo el bosque de los hombres grises quedó en silencio y casi desierto, los troncos y ramas podridas (que siempre habían estado podridas) fueron recogidas por otros hombres que, confiados en la sombra que aquéllos proyectaban, vivían a la intemperie y padecían mucho frío en el cuerpo, y tristeza y angustia en sus almas.
—No hagáis leña del árbol caído— les dijeron algunos.
—Son ellos quienes han hecho de sí mismos leña y matojos, y hojarasca reseca. ¿Por qué no habríamos de calentarnos ahora, si ya ni siquiera dan el cobijo que nos otorgaba su fronda? ¿Qué les debemos, aun los que de entre nosotros no supimos ver que estaban llenos de gusanos?
Entonces uno de ellos añadió:
—Son ahora leña para uso común, pues no quisieron ser árboles hermosos cuando estaban recién plantados, y prometían llegar al cielo con sus orgullosas ramas en jardines públicos, anchos y gallardos. Su sombra vivía dentro de ellos; por eso su lumbre crepita ahora y relampaguea su luz sombría oscilando insegura contra sus tristes epitafios.