lunes, 22 de julio de 2019

"Tolkien", la película. Un comentario


Las películas biográficas (ahora biopics, porque nos puede un cierto esnobismo perezoso) han formado parte del menú desde los inicios del arte cinematográfico[1]. Es lógico. Algunas vidas son dignas de ser llevadas a la pantalla grande porque siempre ha habido personas escogidas, en uno u otro sentido, de cuyas existencias cabe aprender, o en cuyas cabezas escarmentar. Pues si bien no todas las vidas son ejemplares, todas pueden ser tomadas como exempla, como primeros planos de lo que es capaz de dar de sí, para bien o para mal, la naturaleza humana. La vida, fuente principal de inspiración para el arte, supera habitualmente a la ficción. Por goleada.

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En el caso de las biografías de artistas (de los de verdad), el cine se topa con un problema añadido. Se trata de personas especiales que han recibido un don singular para apreciar en la realidad lo que para muchos —a menudo para la mayoría— está literalmente fuera de plano. Su sensibilidad los hace particularmente elusivos para la narración por medio de imágenes. Son sus almas lo que escapa al objetivo, pues su mirada es capaz de atravesar la apariencia, incluso lo subjetivo, para alcanzar al menos ciertos fragmentos del núcleo, del sentido de lo que llamamos “realidad”, del resplandor y los destellos de la forma eterna. Si el cine se acerca a esas vidas sin contar con el silencio —con el peculiar modo en que el cine narra el silencio—, el naufragio está casi asegurado. El eco sereno del todo que a ellos les ha sido concedido escuchar, puede ser transformado en ruido ensordecedor[2].

En este sentido, me parece que el caso de Tolkien (Dome Karukoski, 2019) ha resultado un intento fallido. Me gustaría reflexionar sobre los porqués sin entrar en detalles del pasado artístico de los responsables de esta producción, ni en nada que no sea mi impresión tras ver la película, y ponderarla pausadamente.

En primer lugar, me resultó una cinta aburrida. Mucho. Aun cuando no se tratase de Tolkien, si nos atenemos al retrato de la horquilla temporal de la vida del escritor, cabría afirmar que se trata de una existencia un tanto monótona y hasta cierto punto irrelevante. No es que la vida de Tolkien fuese una sucesión de momentos estelares, álgidos. Pero, precisamente porque Karukoski ha llevado a la pantalla los años que abarcan desde aproximadamente 1900 hasta 1917 (con una coda que ilustra de forma plana y somera su vida familiar y profesional en Oxford), cabía esperar —yo al menos lo deseaba en mi incorregible optimismo— un acercamiento más sutil, más profundo y sensible al misterio que envolvió aquellos años clave en la construcción interior de este hombre egregio, sobre el telón de fondo del final de una manera de ver el mundo y la vida[3]. Entre los pliegues de esa vida se cocinó nada menos que una mitología inventada a partir de las palabras y de la creación de idiomas nuevos; pero también de un espíritu vigoroso y apasionado, sensible a la vida del espíritu y a Dios, una personalidad jocosa, leal, perezosa e incluso, en ocasiones, desesperanzada. Y, puesto que eso es (parece) el núcleo de lo que el guión presenta a la consideración estética de los espectadores, la expectativa era que la película se adentrase en el terreno de lo que va más allá de lo obvio. A eso me refiero con el término misterio.

Lo obvio en la película es el continuo establecimiento de relaciones causa-efecto entre sucesos de la vida de Tolkien, y pasajes o personajes de su subcreación. Bien. Puede que tales relaciones sucediesen o puede que no, pero el tratamiento artístico del modo en que las vivencias pasan a formar parte de la obra artística de —en este caso— un escritor, requiere una suerte de difícil funambulismo. Hay una sutileza que, si no es alcanzada, retrata al director y lo deja en evidencia: en la evidencia de lo que lleva el sello de lo impersonal, de lo ya visto una y mil veces. Desde el punto de vista de la planificación y la puesta en escena, se trata sin duda de una película sin personalidad visual. La resolución de las situaciones dramáticas adolece de un modo de hacer cine ni siquiera academicista, sino sencillamente ramplón. Un ejemplo de esto (entre muchos), es la secuencia en la que Edith y John Ronald escuchan la ópera desde los bastidores, al no haber podido permitirse pagar la entrada. El movimiento de la cámara alejándose de los protagonistas en el momento del clímax, resulta paradójicamente plano desde el punto de vista emocional (¡y muy largo!), y queda la sensación de que a esa perspectiva le falta un punto de fuga dramático claro y bien delineado. A su vez, la átona dirección de actores se percibe en un esfuerzo continuado por parte de Lilly Collins (Edith) para hacer que funcione una relación que carece del menor asomo de química, lo cual da como resultado algunos diálogos tan cursis como inverosímiles.

A este respecto, creo que el guión naufraga no sólo por obvio, sino porque no se ve una línea de evolución firme que permita colocar el drama y los personajes en lugares precisos mientras se suceden los cambios; y dos horas de metraje es demasiado poco tiempo si no hay una mano maestra al timón del relato. Lo serían incluso cuatro si se desconoce el punto de destino.

En el capítulo del haber, sí me gustó el niño que interpreta a Tolkien en lo que correspondería a los años 1901-1904. Tiene una mirada intensa y un aura semejante al que podemos observar en las fotos del autor a esa edad, y su actuación es resuelta y fresca. Aun cuando la secuencia en la que declama de memoria a Chaucer resulte efectista —al igual que apenas se esboza la afición de Tolkien por la invención de idiomas a esa edad, y mucho menos el tiempo y el modo de crearlos—, vemos en él una gallarda alegría y una genuina pena muy cercanas al original.

Pero Nicholas Hoult, el actor que encarna a Tolkien durante la mayor parte de la película, es un desastre. Demasiado hierático, en exceso inseguro, da la impresión de no saber manejar las complejas emociones del biografiado tal como las afronta el guión: ¡casi todo el tiempo está perplejo! Si hay una pasión dominante en él es la preocupación casi obsesiva por la escasez de dinero, algo que no se corresponde en absoluto con lo que sabemos de Tolkien, y que en la película es tratado como una carga vergonzante para el protagonista. No lo fue.

Qué decir sobre la figura del P. Francis Morgan, tutor legal de los hermanos desde la muerte de Mabel Tolkien en 1904. Parece que el director no sabe lo que es un sacerdote católico, y desde luego no tiene ni idea de quién fue Morgan ni qué significó para John Ronald y Hillary Arthur. Una mirada, aun somera, a cuatro libros —el epistolario publicado del autor, la biografía de Humphrey Carpenter, el estudio de John Garth sobre la Gran Guerra y la biografía del P. Morgan escrita por José Manuel Ferrández Bru[4]— habría dado la perspectiva ajustada sobre las luces y sombras de este hombre notable, sacerdote del Oratorio fundado por John Henry Newman en Birmingham, sin cuya atención, cariño y desvelos no cabe comprender el modo en que Tolkien atravesó el umbral de la adolescencia. La secuencia en la que el joven Ronald reprocha a su tutor la prohibición impuesta de no ver a Edith hasta llegar a la mayoría de edad resulta tan tópica como falsa, y desde luego el anatema de no entender el amor humano por ser célibe es, sencillamente, errónea por simple. Si hubo desencuentro —y sin duda lo hubo, y profundo—, el modo en que Tolkien expondría su desacuerdo y frustración no sería desde la acusación de incapacidad para comprender lo que significa estar enamorado.

En lo que respecta a las personas clave en la formación de Tolkien durante sus años universitarios, sólo me gustó, y con salvedades, la aparición del genial Joe Wright, tristemente desaprovechada en unas deshilvanadas reflexiones sobre el lenguaje y la metáfora, o en la que podía haber sido una tremenda y vibrante secuencia durante el anuncio de la entrada del Reino Unido en la Guerra. Una somera planificación que acentuase la soledad y el advenimiento de algo terrible, un diálogo más extenso y pausado —que hubiese contado, por tanto, con sus silencios—, otro tempo narrativo para ese segmento, y quizá el espectador hubiese comprendido mejor la sensación de cortina rasgada que los espíritus sensibles percibieron en 1914, cuando se incoaba el “adiós a todo aquello”, mientras toda una generación se lanzaba a la carrera rumbo a la muerte en una siega a sangre y fuego[5]. Sin embargo, parece que el cine comercial se ha hecho impermeable a la profundidad, a la renovación de las formas de mirar y contar. Como si las fórmulas que aseguran el “éxito” (esa maldita palabra) fueran las únicas guías a seguir: sin arriesgar, sin dejar nada a la improvisación. Sin vida.


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Aunque parezca fuera de lugar, quiero ahora volver a un aspecto que considero fundacional en la estructura del guión. Tal como arranca la cinta, parece que la amistad entre Tolkien y uno de los cuatro miembros de la T.C.B.S., Geoffrey Bache Smith, es el andamiaje que sostiene todo lo demás en cuanto a la distribución temporal de la trama, y al peso dramático y evolución de la diégesis. Pero el guión no aporta suficiente información sobre el modo en que esa amistad peculiar cuajó dentro del grupo, ni de cómo creció paulatinamente en hondura en tan poco tiempo. Mucho menos se comprende que la búsqueda que Tolkien lleva a cabo de Smith por las trincheras actúe como su motor emocional. Más bien parece que el director quiera llamar nuestra atención sobre la lealtad del scout que acompaña y ayuda al joven oficial Tolkien por el laberíntico entramado de las trincheras del Somme: ¡se llama Sam! Con todo, reconozco que la lectura en off de la carta de despedida de Smith —el texto corresponde de manera literal a la nota original—, aporta el que es para mí el único momento profundamente emocionante de la película, y es mérito que debe ser reconocido.

Sin embargo, para el espectador que en el momento de sentarse a ver la película no sabe nada de la vida de Tolkien, la mayoría de las relaciones planteadas se presentan como actos de fe: tienes que creer que Edith y Ronald están enamorados, o que los cuatro amigos lo son. En lo que se refiere al ámbito de esas amistades universitarias, me resultó imposible no sentir vergüenza ajena en la escena en que uno de ellos grita "¡vamos a cambiar el mundo!", o la insinuación de los celos que el personaje de Tolkien siente durante la merienda con Edith y la T.C.B.S. en Barrow's Stores. También queda incompleta la conversación entre John Ronald y la madre de Smith tras la muerte de éste, carente del patetismo que cabría esperar. Tratándose de elementos dramáticos de primer orden en la jerarquía de lo que el director está contando, resulta como mínimo chocante que no se dé más relevancia a los modos en que se construyen las relaciones. Si no tienes el talento de Peter Weir para dar fuerza y cohesión a un club de poetas muertos, jóvenes e idealistas, es mejor no tomar atajos. Para cuando llega la hora de ir cerrando la historia, la audiencia tiene que forzarse a creer, a emocionarse... y el tímido globo termina por desinflarse.

En fin, nada que (desgraciadamente) no esperase. Hace tiempo que mantengo muy bajas mis expectativas antes de ver las películas que a priori y por decirlo de algún modo, me apetece ver: desde las producidas por Marvel a las de este tipo, e incluso —tristemente— las últimas salidas de los estudios Pixar. Todas, una tras otra, parecen haber nacido rendidas al criterio de la eficacia (en taquilla), o haber sido concebidas desde el deslumbramiento visual: los fuegos de artificio. Nada de riesgos, poco de profundidad, guiones ralos. Show me the money, y poco (o nada) más. En Tolkien ni siquiera la música es memorable, aun habiéndola compuesto nada menos que Thomas Newman. Me pareció notorio el esfuerzo por salvar del naufragio algunas secuencias especialmente emocionales, pero poco o nada emocionantes.


En definitiva —y con esto termino—, la película me parece epidérmica y fácil de olvidar. Por el lado de lo más pragmático, ha sido un fracaso en taquilla. Ha estado guardada en el cajón durante más de dos años —señal de que el propio estudio no tenía muy claro qué hacer con ella, o a qué tipo de público llegar—, y para cuando se le ha intentado dar vuelo se ha revelado una cometa rota. La gente joven no ha ido, y tengo para mí que sólo los lectores de Tolkien han acudido a las salas; no sé con qué resultados. Quizá el material (la vida y el alma del autor en esos años) haya sido demasiado para Karukoski y los guionistas. Fueron años densos, que requerían otro punto de partida, otros ensamblajes para un andamiaje distinto. Pero había dinero y el personaje tiene tirón (comercial, parece). Así que, en el momento de encajar las piezas, el rompecabezas se reveló demasiado matizado y las manos que intentaban resolverlo, demasiado torpes o vulgares. Y así se perdió una nueva ocasión de hacer algo memorable.





[1] Ya en 1900 se estrena una película sobre Cyrano de Begerac (Clément Maurice).
[2] A modo de ejemplo, escogeré dos películas sobre artistas plásticos, la prescindible y fallida Mr. Turner (Mike Leigh, 2014), y la extraordinaria A las puertas de la eternidad (Julian Schnabel, 2018), en la que Willem Dafoe da vida (literalmente) al genio de Van Gogh. Abundan las películas biográficas semejantes a Mr. Turner; ni mucho menos, desgraciadamente, las del segundo tipo. Y mientras Hollywood corona a uno de los miles de imitadores de Freddie Mercury con el Oscar a mejor actor por una interpretación fácil, Dafoe queda relegado a una mera candidatura sin otro brillo que el momentáneo reclamo para el buscador de novedades en la cartelera.
[3] Los años que median entre aproximadamente 1870 y el estallido de la Gran Guerra en 1914, suelen ser considerados el final del Antiguo Régimen. No me refiero al fin del absolutismo monárquico como forma de gobierno, sino al derrumbamiento del mundo tal como fue conocido hasta finales del siglo xix. El mundo acabó en 1918, y aún vivimos rodeados por las cenizas que reptaron para salir de las trincheras, mientras se escuchan con total claridad los ecos de sus estertores. Existe una bibliografía exquisita sobre este momento histórico. Sin ánimo de ser exhaustivo, apuntaré algunos títulos imprescindibles: P. Fussell, The Great War and Modern Memory. Oxford: Oxford University Press 1977; S. Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Barcelona: Acantilado 2001; B. Tuchman, La torre del orgullo (1890-1914). Barcelona: Península 2007; R.J. Evans, La lucha por el poder. Europa 1815-1914. Barcelona: Crítica 2017; P. Blom, Años de vértigo. Cultura y cambio en Occidente, 1900-1914. Barcelona: Anagrama 2010; R. Graves, Adiós a todo eso. Barcelona: De Bolsillo 2002; S. Sassoon, Memorias de un oficial de infantería. Madrid: Turner 2002; P. Englund, La belleza y el dolor de la batalla. Madrid: Roca Editorial 2011; Lord Moran, Anatomía del valor. Madrid: Arzalia 2018; M. Gilbert, La batalla del Somme. Barcelona: Ariel 2009; R. Rolland, Más allá de la contienda. Madrid: Nórdica libros 2014; y W. Owen, Poemas de guerra. Barcelona: Acantilado 2011.
[4] Cartas de J.R.R. Tolkien, (C. Tolkien y H. Carpenter, eds). Barcelona: Minotauro 1993; H. Carpenter, J.R.R. Tolkien. Una biografía. Barcelona: Minotauro 1990; J. Garth, Tolkien y la Gran Guerra. Barcelona: Minotauro 2014; J.M. Ferrández Bru, El tío Curro. La conexión española de J.R.R. Tolkien. Luna Press Publishing 2018 (2ª edición, revisada).  Para el espectador que desee saber más (y mejor), la lectura de estas cuatro obras de referencia arroja una brillante luz sobre los puntos clave de la vida de Tolkien durante aquellos años formativos. Y, como toda luz poderosa, no suprime los claroscuros, sino que los acentúa adecuadamente para que destaque lo literalmente relevante: aquello que tiene relieve. No dudo que los guionistas se habrán documentado a fondo para elaborar el relato cinematográfico, pero a menudo éste adolece de un tratamiento de brocha gorda, cuando lo que precisa la historia es un fino pincel. 
[5] Es una pena, además, disponer de un actor del calibre de Derek Jacobi, y desaprovechar su presencia y talento. La vida del Wright es digna, de suyo, de una película, al estilo de The Professor and the Madman (Farhad Safinia, 2019), sobre la vida y obra de James Murray, el primer recopilador de lo que llegaría a ser el Oxford English Dictionary. ¿Alguien se atrevería a escribir ese guión en esta época “devota de lo fútil e instantáneo”, en feliz y terrible expresión de Tolkien?