domingo, 1 de marzo de 2015

Tolkien y el Arte de la Palabra


Tolkien pasa por ser un autor bien conocido. Quizá su indudable popularidad le ha valido, no sé bien a cuenta de qué tipo de sentido (poco) común, la etiqueta de “vulgar”, como en una inecuación en la que lo que gusta a muchos —el vulgo— no puede obtener el refrendo de quienes se han arrogado el derecho a decidir lo que es y lo que no es Arte. No hay inecuación más inverosímil que ésta, y empleo el término “inverosímil” en su sentido más radical: lo que a menudo está tan lejos de la verdad que no resulta creíble. La vulgaridad se situaría, según esa (i)lógica, en el extremo opuesto de una exquisitez  tan esnob, que resultaría asequible tan sólo a un exclusivo (y excluyente) grupo de estetas o iniciados, celosos custodios del grial, estrambóticos protagonistas de una novelucha al estilo de las que se gasta Dan Brown, pero que en realidad no llegarían a la finura y agudeza de aquellos personajes del cuento que recopilaron los hermanos Grimm, y que narraba las desventuras de un emperador vanidoso cuya desnudez sólo fue capaz de revelar —o des-velar— un niño.


Quizá por todo esto, porque Tolkien no es un autor tan bien conocido como mucha gente piensa —admiradores lo mismo que detractores—, y porque siendo un artista mayúsculo merece una mirada serena, nunca está de más contemplar con asombro renovado la obra literaria del inventor de la Tierra Media y los idiomas élficos, de Bilbo Bolsón y Roverandom, de Niggle y el herrero que vivía en Wooton Major, pero que tenía su ser entero en Fantasía, y por eso era capaz de ver la realidad en toda su plenitud. ¿Alguna razón más? Una muy sencilla: porque su obra y sus ideas sobre el arte literario son una joya de perfiles delicados y polifacética hermosura, y nadie en su sano juicio se cansa de contemplar la belleza. Como sucede con cualquier clásico, Tolkien merece la ponderada atención que requiere la contemplación estética. De ese silencio surge una suerte de perpleja admiración que demanda indagar con humildad en los porqués de la obra de arte y de las razones del artista. Saber más ayuda al lícito entender mejor.

Pensar a Tolkien puede hacer más accesibles a quienes han paseado por los jardines de su imaginario, y también a quienes sólo conocen la versión cinematográfica de Peter Jackson —e incluso a los que no conocen nada de él—, la vinculación del autor con la tradición narrativa occidental, y los elementos renovadores presentes en su poética. Desde diversos ángulos, y en una perspectiva filosófica, literaria e histórico-comparatista, se puede de saber más para entender más plenamente y, así, poder dar razón —o, al menos, razones—  de esa elusiva categoría que es el gusto estético.

¿Cuáles son esas ideas que hacen de Tolkien un renovador de la tradición? A riesgo de resultar en exceso esquemático, señalaré lo que considero el núcleo de su ars poética. En su poema Mitopoeia, “el arte de hacer historias”, Tolkien emplea la metáfora de la «luz irisada» para referirse al modo en que los mitos, los cuentos, las buenas historias, nos ofrecen un atisbo de la verdad de modo análogo a ese fenómeno físico por el que un haz de luz se divide al atravesar un medio de diferente densidad —por ejemplo un prisma, o un fluido—, refractándose en múltiples colores. Esos colores constituyen, sin embargo, un blanco único capaz de ir «de mente en mente» gracias al arte del escritor y a la potencia sapiencial, epistemológica que, de modo paradójico, muestra y oculta al unísono la verdad. Porque la verdad es, en definitiva, esencialmente gracia, don, misterio, y el artista que realmente merece tan elevado título deviene, a la postre, mediador entre el ser humano y la Belleza.

Algunas de las claves que, a mi juicio, dan razón de la profunda novedad literaria que encierra la obra de Tolkien, y de su extraordinaria aceptación entre tantos lectores de todo el mundo, laten bajo el humus de la inspiración lingüística que alumbró su universo mitológico. Por otro lado, las constantes estéticas peculiares de su invención literaria —es decir, la presencia de una personal y sugerente metafísica del Arte y la Belleza—, no son explicables solamente a partir del indudable atractivo temático y argumental de las historias singulares. Quizá el núcleo de su poética lo constituya el modo en que el lenguaje y la metáfora alumbran progresivamente un universo posible, de manera análoga al modo en que, como escribe san Juan, el mundo ha sido creado en y por el Lógos divino, el Verbo eterno del Padre. El inventor de mundos se revela imagen quintaesenciada de Dios, un subcreador que, haciendo pie en la potencialidad semántica de los idiomas inventados como vehículos de verosimilitud, los emplea como causa instrumental para provocar «creencia secundaria». La palabra verdadera es hecha merecedora de credibilidad, de fe poética. En ella refulge de alguna manera el esplendor de una forma que es su referente, que le otorga su sentido pleno, último, en sí y para cada uno.


Por esta senda de la belleza y la elaboración lingüística, dice Tolkien, la palabra se transforma en medio privilegiado para “inventar”. Mas al inventar el escritor no hace sino encontrar otros modos de decir la realidad y el ser: se revela un mago cuya varita mágica es el adjetivo, su reino el mundo entero y, en él, todos los mundos. El subcreador es erigido un notario que levanta acta de este hecho extraordinario: que al haber sido regalados con el don del lenguaje, podemos llamar a la existencia otros universos imaginados a nuestra imagen y semejanza, puesto que también nosotros somos imagen y semejanza de un Creador. «Seréis como dioses» quiere decir aquí, en el otro extremo de la Trampa falaz, aceptar la invitación para convertirse en servidores de la palabra, del sentido, de la riqueza de significado que nos revela el Amor. La palabra que es pronunciada como eco del sí primigenio, se transforma en cada acto artístico en afirmación categórica de que había en nosotros más tela de la que fue necesaria para cortar el traje de nuestro destino. Por eso decía Chesterton que cada escritor revela a través de su imaginación el reino por el que le gustaría vagar, y del que valdría la pena enseñorearse.

Como estirpe de Dios hemos sido adornados con este don: el de poder continuar el canto de la Creación, embelleciendo este mundo en y desde la elaboración de los mundos posibles que contiene el Verbo eterno, el sí del Hijo al Padre, y que forman parte de la Música inicial. Por esa razón cuando leemos tantos relatos bellos, tantos cuentos verdaderos, quedamos literalmente “encantados”, incorporados al canto arcano que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.

Vidas Ejemplares


Hace tiempo, leí con asombro en un diario deportivo de considerable tirada —lo cual es, por méritos propios, tema de importancia más que justificada para otro día y otra reflexión—, la equiparación que se hacía de Rafael Nadal y Valentino Rossi como «dos grandes ejemplos para los más jóvenes». La sola lectura de ese titular provocó en mí un automático desacuerdo. La razón de mi divergencia no radicaba en la más que evidente inadecuación entre los dos términos de la comparación, sino —sobre todo— en el olvido en que incurría el columnista al obviar que no cabe proponer como ejemplo «para los más jóvenes» —pero tampoco para los adultos, para los maduros e incluso para aquellos que, por ancianos, se pueden llamar ya sabios— a un hombre cuyo modo de competir es y ha sido casi siempre maquiavélico, que no ha dudado en atropellar las normas del fair-play cuando se trataba de lograr la victoria —que se lo pregunten a Sete Gibernau—, o que defraudó al fisco de su país una millonada sin el más mínimo rubor durante varios años. ¿Es ése el ejemplo que deben tomar «los más jóvenes»? No creo que Valentino Rossi, a pesar de su extraordinario palmarés, merezca un lugar junto a atletas del calibre de Miguel Induráin, Rafael Nadal o Manel Estiarte, como personas que recibieron en su día la distinción con que ese diario ha señalado a algunos de los mejores deportistas contemporáneos.

Al decir esto no estoy llevando a cabo una evaluación moral según la mayor, menor o nula ejemplaridad de las vidas y hechos personales de esos deportistas. No soy juez de nadie. Mi reflexión gira más bien, a partir de este ejemplo, en torno a la creciente proporción de menores que se enfrentan a penas más o menos graves a causa de su desafío habitual de la justicia, y cuyos ejemplos vitales son, a menudo, deportistas idolatrados no tanto por sus hazañas cuanto por la exacerbación mediática que los convierte automáticamente en objetos de culto. Esa idolatría tiene su base en una mentalidad general, más ampliamente extendida de lo que nos atrevemos a reconocer, que ha canonizado como uno de sus valores supremos el triunfo. Casi siempre, en la práctica —y como no podía ser de otro modo—, el triunfo como meta única. La propuesta de Rossi como paradigma, ¿no pone acaso de manifiesto la esquizofrenia de proponer como ejemplares las vidas de ciertos triunfadores que, sin embargo, han mostrado ser repetidas veces personas muy mediocres, o incluso mezquinas? Pienso que la honradez de vida —en su más amplio sentido— y las gestas deportivas, forman una indisoluble unidad, porque el hombre es un ser unitario, y su obrar deriva necesariamente de su concreto modo de ser. Si el listón para ser distinguido con un premio se coloca tan bajo, ¿no estaremos enviando un mensaje equívoco, según el cual el respeto al rival y la justicia están muy por debajo de la importancia del triunfo a cualquier precio?


Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos la presencia y el aliento de vidas ejemplares a nuestro alrededor, en el sentido más amplio de la expresión; de vidas que nos sirvan de pauta, ánimo y estímulo; o, siquiera, como espejos donde contemplar nuestra abulia o mezquindad. Cuánto más los jóvenes, en estos tiempos inciertos en que la bonanza económica sostenida —aun en medio de las cíclicas crisis— y la falta de aprecio por el esfuerzo, han hecho de muchos de ellos eternos adolescentes, incapacitados casi completamente para la hazaña del vivir diario, para la épica de lo cotidiano, para el logro de la plenitud de su humanidad, con un sentido deportivo de la existencia, personal y colectiva.

Urge mostrarles que la ejemplaridad de los héroes de las canchas no es separable de su coherencia como seres humanos. Los deportistas no son mejores que los demás porque participan en tal o cual acto benéfico. No son sólo personas a quienes se exige una solidaridad genérica, inexpresiva, que se actualiza a menudo por medio de una obligatoriedad contractual que nada tiene de generosidad hecha vida. Mientras sigamos mirando con ojos esperanzados a personajes que, a la postre, han sido transformados en pretendidos profetas de una esquizofrenia práctica, deberemos arrostrar una y otra vez el amargo sabor del fracaso, la triste evidencia del profundo desencanto que hará presa en nosotros cada vez que se destapen las carencias de este o aquel ídolo, otro héroe caído del panteón de los seres humanos idolatrados, auténtica estirpe de Ícaro. Las vidas ejemplares lo son y lo serán siempre en tanto que testigos vivos de una excelencia deseable y, lo que es más importante, posible. La vida, como el deporte, es palestra donde aquilatar esa excelencia que no clama tanto por su minuto de gloria a bombo y platillo, cuanto por la continuidad en el esfuerzo. Esa tozuda perseverancia convierte en plenamente lograda una existencia que cristaliza en el anonimato de la cotidianeidad. Demos a nuestros jóvenes esa oportunidad, y llenémoslos así de esperanza.

sábado, 28 de febrero de 2015

En la muerte de Michael Jackson: Idolatría vs. Mitología

Dicen que ha muerto el rey del pop. Quizá debiéramos más bien pensar que quien ha muerto era, sencillamente, un hombre. Y seguramente eso, para el propio Michael Jackson, era suficiente tragedia. Su tránsito es una ocasión para remansar, en medio del caos mediático, esta triste realidad: por qué y de qué siniestro modo hemos perdido en Occidente la capacidad para contemplar en silencio reverente lo que significa la muerte de un ser humano. Viéndonos actuar se diría que le hemos perdido el respeto a la muerte; que ya no nos parece algo sagrado eso de que alguien que estaba entre nosotros haya sido llamado desde el arcano de Dios. Quizá no sabemos qué hacer con la muerte porque ya no sabemos qué hacer con la vida, con el tiempo que nos ha sido dado. La muerte vale, para una civilización, lo que pesa el oro que es cada momento, pues sólo quienes viven el tiempo como un don se sienten impelidos a emplearlo con serena responsabilidad. Pues, al cabo, el peso de la vida se mide en la balanza de la eternidad.


Ha muerto Michael Jackson y se multiplican los rumores, las noticias, los negocios necrófagos que intentan sacar tajada de su figura, como una perversa orgía cuya hora final sonará sólo por simple desgaste, por mera coyuntura informativa. Para algunos ha tañido la campana blasfema que anima a exprimir hasta el final la gallina de los huevos de oro, aquel ídolo de masas que, en gran parte, ha muerto víctima de sí mismo. Michael Jackson se transformó paulatinamente en un leviatán que, paradójica y tristemente, exigió un último sacrificio en el ara infame de la fama. Pero, llegada la hora del holocausto, se halló que la víctima no era ya propiciatoria, sino simplemente una macabra caricatura de sí mismo, deforme bufón para mofa del “dios entretenimiento” ante quien se postra el que llamamos, con estúpido orgullo, Primer Mundo. El leviatán ha concluido la lenta e inexorable transformación. El mito ha devenido ídolo, y el ídolo de barro se ha estrellado en el suelo, quebrándose en miles de añicos, de añicos irrecuperables, como un mosaico irisado de lágrimas.

La muerte de Michael Jackson es un recordatorio. Nos pone de nuevo ante los ojos que el hombre no está hecho para ser adorado, quizá aunque sólo sea porque, tan antiguo como el engaño del padre de la mentira, cada vez que un “ídolo” muere resuena aquel mendaz «seréis como dioses» que recoge el libro del Génesis. Pero he aquí la falacia en la que vivimos atrapados: aunque seamos estirpe de Dios, no podemos ser como dioses sino a través del reconocimiento del don y la acogida del misterio. Michael Jackson engendró, quizá sin quererlo, un monstruo que tenía su misma apariencia, pero que, hace más de quince años, ya no era él. Puede que en el silencio de su enorme mansión —¿cómo puede un hombre habitar realmente, a la medida humana, una casa de tal tamaño?— la pregunta que martillease su conciencia tuviese más que ver con la tragedia íntima de su identidad personal (¿quién soy?), ésa que susurra levemente acerca del sentido de la vida, que con cifras récord de ventas, de conciertos, de seguidores, de reinados efímeros. Michael Jackson ha muerto porque en el mismo momento en que fue transformado en ídolo, fue escogido como víctima. Sin embargo él era un mito: es decir, su persona nos recordaba que hay algo en nosotros que señala a una verdad que nos trasciende, que desea creer, que anhela una eternidad y, ya en esta vida, Alguien —no algo— a quien entregarse de un modo no provisional, sino permanente: de una vez para siempre.

Michael Jackson ha muerto. Cada vez que alguien muere suena la campana del silencio, la que repica en la hora del silencio, de la plegaria por la recuperación del sentido sagrado de la vida, del valor teleológico de cada persona, fin en sí misma y valor infinito. Descanse en la paz y la misericordia de Dios.

viernes, 27 de febrero de 2015

Cuentos de Hadas y Des-encantos de Sabios


En una entrevista concedida al diario The Guardian en 2011, el célebre astrofísico Stephen Hawking negaba rotundamente la existencia de toda sombra de Más Allá, Cielo o destino ultraterreno. Para ello empleaba la descalificación que para él incluye el atributo “cuento de hadas”. En otras palabras, el Cielo es lo que el lenguaje cotidiano ha canonizado como uno de los significados de mito: una mentira, simple superchería.

Nuestra época es heredera directa de un modo de mirar el mundo con ojos chatos. La miopía consiste en dar por sentado que lo cotidiano es un “hecho” y, por tanto, algo incontestable: el “hecho” está ahí, y de su evidencia no se puede dudar mientras tengamos la garantía que nos proporciona un conocimiento cimentado en los métodos de la ciencia empírica. Existe un racionalismo radical que toma por rasero de lo “real” la categorización que procede de las ciencias experimentales. Y así, la convicción de que lo que no podemos percibir por nuestros sentidos carece de entidad y, más allá, es “mera fantasía”, se ha aposentado firme y engreídamente en el inconsciente colectivo. “No me cuentes cuentos” (chinos o no), o “la existencia de los ángeles es un mito” (es decir, una burda mentira), son muestras de un anatema —pues todo dogmatismo tiene su inquisición— que tilda de supersticioso al que cree que exista un plus, un más allá de lo que está (o parece estar) más acá.




El hecho de que una persona del calibre intelectual de Hawking —catedrático de Física y Matemáticas Aplicadas en Cambridge, y titular de un largo elenco de distinciones— crea firmemente (pues así creen los incrédulos ortodoxos: con fe inquebrantable) que el Cielo es una mentira, revela la pérdida progresiva de la inocencia y el asombro como puntos de arranque no ya de todo filosofar, sino del acto mismo de mirar el mundo. Asomarse a la realidad desde el acostumbramiento pervierte lo cotidiano en rutinario y, así, lo milagroso queda reducido a un dato que se da por supuesto: a algo que ya está garantizado. Sin embargo, el “hecho” de que el sol salga mañana —prescindiendo de la formulación exacta que requeriría la explicación “científica” de ese fenómeno—, no es algo que esté garantizado por nada ni por nadie. Se trata de un “hecho” acerca del cual la simple repetición no levanta acta: no es capaz de certificarlo —de confirmarlo como cierto—. El milagro, sencilla y llanamente, no es que salga el sol, sino que haya sol; y que un ser ínfimo en un minúsculo planeta lo pueda contemplar. Pero si todo milagro es un don, un regalo en el que podemos percibir que todo lo que es —más incluso: que el mero hecho de que haya ser, y no la nada— es fruto de un exceso, y que por eso mismo es inmerecido, lo lógico sería imitar al Principito y contemplar la puesta de sol cuarenta veces cada atardecer. De este modo se dan las gracias en la lógica del exceso; pues toda belleza ha sido entregada para ser disfrutada.

Al afirmar que el Cielo es un cuento de hadas, Hawking quería decir, imagino, que se trata de una mentira, de palabras bonitas (y vacuas) para expresar un miedo a la aniquilación, a lo desconocido, a la Oscuridad definitiva. Sin embargo, lo que Hawking llama “cuento” (con hadas o sin ellas), no es sino la huella del modo en que el ser humano se ha acercado a la esencia de la verdad desde el arcano de los tiempos. Porque todo buen cuento re-lata, es decir, vuelve a hacer presente un sentido de maravilla, de atávico asombro, que testifica que todo es don; que existe una verdad más allá de nuestro entendimiento, por avanzado, exacto y “científico” que éste pueda llegar a ser. El Cielo es verdad precisamente porque es el Mito por excelencia.

En ese sentido, entonces, lo que llamamos sobrenatural sería lo más natural del mundo: Dios, el cielo, los ángeles (y hasta las hadas) no son sino las formas en que el misterio y el exceso del don nos han sido entregadas. El lenguaje hermoso y los mitos son esa gramática mítica —en expresión de Tolkien— con la que contar, o más exactamente, dar cuenta de lo primigenio. Y lo primigenio es que, por más que nos pese, no somos autosuficientes, y nuestra razón no puede soportar el peso de tanta verdad como la que contiene un relato apasionante. Hemos cometido un error lógico: perder el sentido común de mirar el mundo con los ojos de los primeros habitantes de esta tierra, y hemos aspirado a poseerlo encerrándolo en nuestras pobres y pequeñas cabecitas, como si el milagro pudiese prescindir de la colaboración voluntaria de cada uno: de eso que llamamos fe, y que no es sino la permanencia de la infinita sabiduría del niño que todos fuimos; que también Stephen Hawking fue.



Para alguien acostumbrado a mirar las estrellas, quizá, la contemplación del cosmos como don milagroso podría ser un primer paso hacia una suerte de voluntaria suspensión de la incredulidad. Más allá, sólo el don abrazado libremente es capaz de transformar la mirada en el asombro del niño, el único realmente Sabio: porque el niño es capaz de quedar, una y otra vez, en-cantado, incorporado al canto eterno que resuena como el eco de una risa atronadora y alegre. ¿Cuentos de hadas? Por supuesto que sí: relatos acerca de una certeza prestada, que nos reincorporan a la Música arcana que no cesa de adquirir nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.

martes, 27 de enero de 2015

La lógica de la esperanza



El 28 de abril de 2012 apadriné a una de las últimas promociones de Filología Inglesa, en la Universidad de Granada. Me pareció que hablar de esperanza era algo más que adecuado en estos tiempos oscuros en los que, sin embargo, una luz tenue resiste y alumbra aun cuando parezca que todas las demás se han extinguido... Lo transcribo tal cual fue pronunciado.
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Ilustrísimo Sr. Decano, Señor director del Departamento de Filologías Inglesa y Alemana, querida madrina de la promoción, familiares y amigos, queridos alumnos:

Las circunstancias, siempre misteriosas, que se desvelan a nuestra mirada como en contraluz, trajeron a mi vida este año la inesperada y del todo inmerecida fortuna de convertirme en profesor de algunos de los que hoy estáis aquí. Lo considero, como todo lo que ha sucedido en mi vida —también aquello para lo que no encuentro explicación—, un don en sentido radical: el resultado de un exceso que nos es entregado para que lo custodiemos como mejor sepamos, para que seamos agradecidos por lo que nos es dado de continuo.


Por esa razón, entre otras, querría hoy que estas palabras llevasen a cada uno de los presentes —si fuese yo capaz de dar forma a tan audaz propósito— esperanza. Y si por rara fortuna nos fuese concedido ese presente, querría que el eco de estas frases —de la intención con que han sido escritas, al menos— resonase durante mucho tiempo en el hondón de vuestra memoria. Tal sería hoy mi “elevado argumento”, por emplear las palabras de Wordsworth, palabras con las que estáis familiarizados después de este tiempo de singladura por los sonidos y el terreno infinito de las metáforas del idioma Inglés y su literatura.

Ars longa, vita brevis, dejó escrito Hipócrates para la eternidad. Todo lo que emprendemos, si de verdad vale la pena, requiere la constancia, la dedicación y el esfuerzo que transformen la promesa incoada de un deseo, en un hecho, en algo permanente o, al menos, en el atisbo de una realidad convertida en aspiración, en motor, en anhelo.

Hace al menos cinco años que todos vosotros comenzasteis a recorrer, imagino que con ilusión, este sendero, el camino que os ha traído hoy aquí. Dentro de pocas semanas, estos muros que han sido testigos mudos de vuestro esfuerzo se transformarán en una fortaleza de ecos desvanecidos, en un lugar que custodiaréis en vuestra memoria, el sagrario donde guardamos lo bueno y lo malo, la alegría lo mismo que las lágrimas.

Os marcharéis de aquí cerrando una de esas etapas de la vida que marcan un antes y un después. Ante vuestros pies se desplegarán posibilidades a medio camino entre lo que queréis hacer y lo que podréis llegar a conseguir. Y es justamente en esta distinción donde me quiero detener: la diferencia entre la fuerza impulsora del afán y el deseo, por una parte; y el resultado, el saldo, la cuenta final, por otra. Nadie os podrá ofrecer nunca una foto fija de esta dimensión de vuestra vida, puesto que sólo in the making podréis alcanzar la sabiduría que requiere contemplar lo vivido y colocar cada hecho en su adecuada y justa perspectiva.

Por eso, no me resisto a emplear aquí la canción del camino que un autor a quien sabéis dedico lo mejor de mi esfuerzo, John Ronald Tolkien, pone en boca de uno de sus personajes más memorables. Son palabras que esconden un más que evidente sentido existencialista, pero del tipo “meliorista” que ha sido objeto de nuestro estudio en los últimos meses:

The Road goes ever on and on
Down from the door where it began.
Now far ahead the Road has gone,
And I must follow, if I can,
Pursuing it with eager feet,
Until it joins some larger way
Where many paths and errands meet.
And whither then? I cannot say.

El camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y, si me es posible, he de seguirlo
recorriéndolo con pie decidido,
hasta llegar a un camino más ancho
donde confluyen senderos y cursos.
Y de ahí, ¿adónde iré? No podría decirlo.

«No podría decirlo». Ninguno de nosotros sería capaz de hacerlo. Porque la vida no está hecha de logros. El logro, la compleción del deseo, es algo que sólo llega, en sentido pleno, con el tiempo, al final de una vida cumplida, quizá. Lo que ahora precisáis es un sueño. Lo irrenunciable es que encaréis esta nueva etapa de la vida con ánimo, esforzadamente, y que no prestéis oídos a los agoreros (una especie cuya testaruda vitalidad habría sorprendido al mismísimo Darwin), a la raza de los cínicos, a los “realistas” que piensan que todo está ya escrito, y que tan sólo queda rendirse a la “fuerza de los hechos”. En palabras de Whitman,

¡Oh, mi yo! ¡Oh, vida!, de sus preguntas que vuelven,
Del desfile interminable de los desleales, de las
ciudades llenas de necios,
De mí mismo, que me reprocho siempre (pues,
¿quién es más necio que yo, ni más desleal?),
De los ojos que en vano ansían la luz, de los objetos
despreciables, de la lucha siempre renovada,
De los malos resultados de todo, de las multitudes
afanosas y sórdidas que me rodean,
De los años vacíos e inútiles de los demás, yo
entrelazado con los demás,
La pregunta, ¡oh, mi yo!, la pregunta triste que
vuelve —¿qué de bueno hay en medio de estas
cosas, oh, mi yo, oh, vida?—

Respuesta

Que estás aquí —que existen la vida y la identidad,
Que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes
contribuir con un verso.


Queridos amigos, la esperanza es lo mejor de todo, nunca lo olvidéis. Cada uno de vosotros, todos nosotros, poseemos el don de hacer posible lo que tracemos como plan de una vida, como ansia de una plenitud. En los pasos que conformarán vuestra existencia de ahora en adelante, habréis de apostar. Es posible, incluso, que os veáis abocados más de una vez a lanzaros al vacío —o a algo que se os antojará un abismo, y que quizá lo sea— para seguir adelante. Que nada de eso os detenga. La justificación de vuestra vida no depende del éxito, de lo que los demás consideren que es el éxito; y ni siquiera de lo que vosotros mismos consideréis que lo es. Una vida cumplida no es un brillante currículum. A menudo los currículos brillantes esconden mentes mezquinas, y la sabiduría no siempre va de la mano de la sensatez, de la humildad, de la necesidad de saber quiénes somos exactamente, de descubrir nuestro propio rostro en el espejo del sentido común.

Dejaos aconsejar, pero tomad vuestras decisiones. Sed prudentes, pero sed audaces. Mirad lejos, pero tomad en cuenta el hoy, el ahora. Soñad despiertos, pero con los pies en el suelo y la cabeza en el cielo. Per aspera ad astra: a través de las cosas duras de la vida, aspirad a la gloria o, al menos, a la felicidad que sólo se halla en el servicio a los demás —en especial si escogéis la enseñanza como camino de vuestra realización—.

Esperanza. Ése es el núcleo de todo lo demás. Y sólo espera (con esperanza) el que sabe que no se basta a sí mismo, que no está solo, que cuenta con otros naipes para construir el castillo frágil y hermoso en que consiste un proyecto de vida.

No dejéis que la mediocridad se enseñoree de vuestras vidas. No permitáis que el destino os mire con mueca burlona, como a derrotados. Y venced toda sombra de pesimismo con la fuerza de vuestro impulso.

Concluyo. La suerte no existe, al menos en mi experiencia. Así que no seré tan fatuo de terminar estas consideraciones con el tan manido “buenas tardes y buena suerte”. Vosotros y los que os quieren haréis vuestra propia suerte. Llevadle ese pulso al destino, extraed “a la vida todo el meollo”, con todas las consecuencias, y sabed esto: que “por encima de las nubes cabalga el sol”.

Siempre.

Muchas gracias.