lunes, 12 de febrero de 2024

El imposible listón del mito

Acabo de terminar la lectura del libro de Roland Lazenby, Michael Jordan. La biografía definitiva (título original Michael Jordan: the Life). La obra fue publicada en 2014 en Estados Unidos, y en 2020 en España, donde ha alcanzado ya su segunda edición, lo cual es muestra más que evidente del interés que sigue despertando la figura del jugador que, entre otros logros, consiguió cambiar el baloncesto para siempre. Ahí es nada.

Se trata de una biografía que esquiva el habitual riesgo de este tipo de ensayos, a saber: convertirse en hagiografía del biografiado o, por el contrario, en juicio sumarísimo. En ambos casos la parcialidad en uno u otro sentido suele llevarse por delante el retrato equilibrado que el lector espera y merece encontrar. Lazenby ha manejado una bibliografía abundante y muy detallada, así como multitud de fuentes audiovisuales para retratar una de las vidas más públicamente omnipresentes en la historia reciente. El resultado no sólo es solvente, sino —me atrevo a afirmar— bastante ajustado a la realidad.

¿Cómo puedo afirmar algo así con tal rotundidad? Bueno, yo vi jugar a Michael Jordan. Y fui testigo del modo en que evolucionó como jugador total a partir de 1982 y, poco después, en los Juegos Olímpicos de 1984, a lo largo de una fulgurante carreta de casi quince años en la NBA, hasta su retirada como jugador de los Washington Wizards en 2003. La fascinación que me causó en mis años adolescentes, y la confirmación exponencial de su talento y capacidad únicas, lo convirtió a mis ojos en el epítome de lo que debía ser el jugador de baloncesto perfecto.

Sin embargo, su creciente popularidad y la enorme presión que genera estar siempre en el centro del escenario, la expectativa que incluso su carisma extendía a su paso, dio lugar a un lógico desequilibrio entre la realidad de Jordan, el ser humano, y Jordan el mito.

Ahí es donde el bisturí de Lazenby actúa con exquisita precisión, mostrando sin juzgar los profundos claroscuros de la vida del fenómeno: su mezquindad y desprecio hacia quienes no estaban a la altura de sus expectativas, su vida embarrada en las apuestas, el juego y los excesos, su carácter despótico e irreverente disfrazado de competitividad insaciable. Michael Jordan ha sido el mejor jugador de la historia del baloncesto, y nunca habrá otro como él. Pero, al menos durante los años de su apogeo, fue un hombre difícilmente soportable, engullido por su propia leyenda. Los atenuantes, como es lógico, existen: Jordan vivía devorando su propio mito, en una especie de proceso de autodestrucción imparable que hundía sus raíces en su carácter competitivo, en la necesidad de estar demostrando y demostrándose que era capaz de doblegar a cualquier competidor... incluso a sí mismo.

Para quienes quieran conocer en profundidad al famoso número 23 de los Bulls, no se me ocurre mejor recomendación que la lectura de esta biografía, complementada con el documental producido por Netflix, "El último baile".

La ponderación de este caso único de fama e infamia confirma, una vez más, mi convicción de que no está hecho el ser humano para la mitificación y la celebridad. Y la incesantemente renovada búsqueda de ídolos a los que adorar es una prueba más, trágica como la vida misma, de que estamos hechos para el infinito. Demasiado desafío para los simples mortales "destinados a morir".

miércoles, 24 de enero de 2024

Metafísica o no: ésa es la cuestión

La exculpación del "arte contemporáneo" —en lo que este sintagma tiene de noción tremendamente imprecisa— y la condenación de los disidentes —de los que pensamos que mucho de lo que se considera arte contemporáneo es una tomadura de pelo—, establece otro discurso de contrarios inconmensurables cuyo encuentro es imposible. Ocurre en terrenos como la ética, según explicó hace ya tiempo Alasdair MacIntyre; en la política —para qué hablar—; y en tantas otras esferas de este momento polarizado de la historia.

La irrelevancia de cierto arte contemporáneo —el de las a menudo burdas ocurrencias—, es demostrable desde los ojos del espectador sencillo. Frente a la irrelevancia de ese 'arte', lo que sí resulta relevante es el final del célebre cuento de los Grimm sobre las andanzas del emperador desnudo. No hace falta alguien que denuncie a los hampartistas, desde Yoko Ono hasta Duchamp: la mera colocación en la misma frase de Van Gogh, Warhol y Duchamp es ya un atentado contra el sentido común.

Pero esto que afirmo sólo alimentará la polaridad, la demonización y los intentos infinitos de exorcizar a quienes ninguneamos a los lumbreras que inventan ese 'arte' que requiere una justificación —una narrativa, un relato—, que nos quieren convencer de que el arte tiene que denunciar esto o aquello. Como si la belleza no fuera, ipso facto —ipsa essentia—, denuncia suficiente en un mundo podrido.

Quizá ésa sea la clave de todo: que en cierto 'arte' contemporáneo hace muchas décadas ya que la más obvia metafísica fue cancelada (asesinada, más bien), para ser sustituida por un discurso autorreferencial de autobombos y onanismo pedante que vive de maravilla, blanqueando o no dinero; me da igual (porque eso también es, en última instancia, irrelevante, aunque muy revelador). Chillida era amigo de Heidegger y entendió muy bien incluso su metafísica, que no es la clásica. Pero hace falta mucho Arte para llegar a ser Chillida. Tanto, que para un ejército de mediocres y caraduras es mucho más fácil pegar plátanos en las paredes.

Condenar a quienes no admiran o siquiera aceptan como arte algunas —o muchas— obras contemporáneas (las posteriores a las vanguardias del siglo pasado), y llamarlos odiadores o incultos, es una muestra enorme de soberbia, de esnobismo o, más sencillamente, de ignorancia. Porque no se combaten los prejuicios con prejuicios, ni las condenas con otros anatemas.


miércoles, 17 de enero de 2024

Deporte, dones excepcionales y humildad

Hace tiempo barruntaba la idea de escribir estos breves pensamientos sobre algo que vengo observando en el deporte profesional. Creo que se trata de un problema cuyas raíces están hundidas en la desproporcionada importancia que ha ido adquiriendo el deporte o, de manera más precisa, de la que le damos en nuestras sociedades contemporáneas desde finales de los años 80 del siglo XX.

Centraré mi atención en dos elementos, aunque hay otros factores también interesantes.

Por una parte, las celebraciones que siguen a los tantos —sean canastas, touchdowns, goles...—. Hay en esas algarabías una especie de exageración desaforada. Mirada con cierta racionalidad resulta simplemente ridícula. Es cierto que el deporte desata pasiones (a menudo en exceso), y que la adrenalina es un poderoso gatillo bioquímico de nuestro ánimo, de todo punto enemigo de la mesura. Pienso, sin embargo, que la reacción que sigue a estas anotaciones revela algo más sutil: una especie de absolutización del espectáculo, como si la victoria lo fuese todo, una suerte de elixir para aplacar un anhelo que habita en muchas personas como un pozo sin fondo.

Porque, en efecto, el pozo no lo tiene, toda vez que hemos sido hechos para una sed de infinito que no hay Jordan, Messi o Nadal capaces de saciarlo.

Muchos me dirán que no entiendo el "sentimiento" de ser hincha de un equipo. Yo les digo que, a Dios gracias, no soy forofo de equipo o deportista alguno, por más que tenga mis preferidos. En España esto sucede sobre todo con el fútbol, pero no sólo. En Estados Unidos tienen sus cuatro grandes ligas, aunque allí el "forofismo" se vive de otra manera, y es habitual ver a los hinchas mezclados sin ningún tipo de problema. Qué envidia.

Pero volviendo al "forofismo" español: el sentimiento y "los colores" no son excusa. Se nos ha dado la inteligencia para que la utilicemos, para que empleemos la razón en la tarea de equilibrar precisamente esa esfera de lo sentimental, de lo menos racional: de lo que con demasiada frecuencia ha llegado a provocar espectáculos bochornosos, y a causar imprudencias y desgracias del todo evitables.

Es perfectamente posible ser seguidor de unos colores sin por ello perder la cabeza (ni el corazón). Se puede dar razón de una pasión, a eso me refiero. Viceversa es más complicado.

Por otra parte, ciertas actitudes en la relación que se da entre jugadores rivales en algunos deportes de equipo. Es tristemente habitual ver a deportistas de élite despreciar al contrario cuando consiguen superarlo. Gestos y palabras que sirven para desafiarlo, insultarlo o humillarlo de maneras tan diversas como infrahumanas. El 'in your face' se ha convertido en un mantra análogo a lo que he explicado sobre la pasión sin el equilibrio que otorga la inteligencia.

Hemos convertido a un grupo de seres humanos especialmente dotados en algo que ni son ni pueden llegar a ser. Esperamos de ellos cierto tipo de redención, el consuelo de la esperanza que está en el núcleo de nuestra común humanidad.

Pero pensemos esto: se podría realizar un vídeo muy extenso con las jugadas desastrosas, con los fracasos y pérdidas de balón ridículas, con los 'mates' errados y los tapones recibidos, con los balones perdidos o los goles fallados a puerta vacía (o casi), o con la ayuda denegada para ayudar a un rival a levantarse, de algunos de los mejores jugadores de la historia de cada deporte. Ese vídeo mostraría la ingente evidencia de que somos —también los elegidos— simples mortales, sometidos al imperio permanente de la falibilidad, el orgullo y, más sencillamente, la estupidez.

Y frente a quienes se creen únicos e inmortales por un don que han recibido —aun cuando en muchos casos hayan trabajado con perseverancia para hacerlo fructificar—, se yergue, testaruda, la única protesta válida para el ser humano: la humildad. En esa esfera es donde un eximio puñado de esos elegidos consigue, paradójicamente, ascender al sanctasanctórum de los verdaderamente grandes: aquéllos que nunca olvidaron que lo que tenían lo habían recibido y que, por tanto, debían mostrar su agradecimiento compartiendo la alegría que surge de llevar el don a su plenitud.



miércoles, 24 de mayo de 2023

Racismo y frustración

Las reacciones que está desencadenando el "caso Vinicius" merecen, creo, cierta ponderación. No querría yo que estas líneas añadieran confusión a la cacofonía, pero deseo matizar algunas cosas.

Me llama la atención la actitud de los que chapoteando en estos lodos quieren absolver al futbolista, y prácticamente canonizarlo. Verbigracia, el presidente del Real Madrid. Y no seré yo quien diga que lo que le está sucediendo a Vinicius se lo ha ganado él solito. No creo que sea así. Pero tampoco considero que este futbolista sea del todo inocente. El comportamiento que cabe esperar de él no es el que demuestra las más de las veces. Sus gestos, el hecho mismo de encararse y responder a los imbéciles que lo insultan, su incapacidad para gestionar esa presión de otras maneras —que las hay—; todo eso, digo, se me antojan las llamas que alguien intentase apagar con gasolina.

Si ya de por sí demasiados de los que asisten a un partido de fútbol (o de baloncesto) tienen el gatillo fácil para desahogar toda su frustración con el árbitro y su familia, o con este entrenador o aquel jugador del equipo contrario, ¿no cabría pensar que el problema no es el racismo? Gritarle a un jugador negro esto o lo otro, o "moro", o lo que toque en cada triste momento, no es sólo ni principalmente racismo. Es la enésima demostración de que la masa se esconde dentro de sí, cobarde, para vomitar lo peor de cada uno desde el anonimato. El fútbol, el baloncesto, y no muchos más deportes —creo que esto sólo sucede en los de equipo— son el escenario para que la fauna desbocada saque lo peor de sí. Pero lo peor de sí es demostración de una profunda carencia de humanidad: es señal de una existencia frustrada en mayor o menor medida. Si el punto de fuga de alguien consiste en acudir a un estadio cada quince días —o menos, porque cada vez hay más fútbol—, y chillar su basura, entonces estamos ante un problema mucho más grave, mucho más de fondo, que el racismo o cualquier otra forma de intolerancia.

Por eso, no creo que debamos buscar la solución en medidas penales. Los castigos, por más que en este caso y otros análogos sean necesarios, nunca son correctivos. A los hechos me remito: Eto'o, Roberto Carlos, Alves... Y aquí seguimos, como quien quisiera sanar a un moribundo con tiritas. El hecho mismo de que un país que se considera avanzado vea crecer sin cesar el grosor de su código penal, debería ser señal más que evidente de que hay muchas cosas que no funcionan como deberían. Si unos tipos de entre diecinueve y veinticuatro años han ahorcado un muñeco en medio de una autopista, u otros han hecho tales gestos o han proferido insultos contra Vinicius, ¿de verdad la solución es el gran hermano, rebuscar en las imágenes al estúpido de turno? No lo creo. Obrar así llenará nuestros juzgados de indeseables —unos juzgados paralizados ahora por una huelga que pinta fea, y larga—, pero no aportará otro remedio que la postergación del problema. Porque no hay niño o adolescente que madure sin sentir de verdad el peso de una responsabilidad, de una obligación que cambie su manera de ser, y no sólo su modo de obrar por miedo a un castigo.

Lo que asusta más que todo esto, creo, es ver a hombres hechos y derechos acompañados de sus hijos o nietos, gritando como posesos, dando a entender con sus obras que portarse como un energúmeno es moneda de cambio con la que pagar el peaje que conlleva crecer.

Yo no tengo la solución a este problema, y no creo que sea fácil dar con una que sirva de verdad y de manera permanente. Seguiremos castigando, prohibiendo la entrada a ciertos estadios a un número amplio de homínidos con el neocórtex atrofiado por falta de uso, rebuscaremos en las imágenes a las bestias vociferantes, cargando a las cuentas del club de turno la barbarie de sus —qué término tan preciso— "hinchas"...

Pero no me parece del todo mal eso de suspender automáticamente el partido cuando suceda lo indeseable. Porque la masa fanática no soporta que le quiten su pan y su circo. Aunque, como suele ocurrir, paguen justos por pecadores.

lunes, 15 de mayo de 2023

Las soledades sonoras de Pedro Delgado

Pedro Delgado & Ainara Hernando Nieva, La soledad de Perico. Barcelona: Planeta, 2023

Tiene este libro la virtud de convertir la voz familiar de Pedro Delgado en un resonar constante de la nostalgia y la humildad, de los logros y la aceptación de las propias limitaciones, de la idiosincrasia de una época de la historia reciente de España en un momento bisagra de la evolución del ciclismo moderno.

Ainara Hernando pone por escrito los recuerdos (en el sentido etimológico: lo que vuelve a pasar por el corazón para ser ponderado) de un campeón que pudo haber alcanzado mayores metas, pero que no supo, o no pudo escapar de sí mismo. Con todo, queda la imagen de un hombre sencillo y fiel a su modo de entender la vida, el deporte y su propio papel en tal escenario, lo cual es muy de agradecer en estos tiempos de narcisismo cateto, de figurones de fuego artificial, de deporte 'fast food'.

Especial atención merece el retrato que construyen los autores de la madre de Delgado, y el epílogo final en el que queda condensado el espíritu de un ciclismo que ya no existe. Sin embargo, y a pesar de eso, no estamos ante las memorias de un melancólico, ni de un hombre que considere que cualquier tiempo pasado fue mejor. Este libro contiene las confesiones fragmentarias de un ser humano que ha hecho las paces consigo mismo, hasta donde tal cosa nos es permitida.

lunes, 1 de mayo de 2023

Buena Fortuna

Hernán Díaz, Fortuna: Barcelona, Anagrama 2023 (Trust: New York, Riverside Books 2022)

Esperaba más de esta obra notable tras haber leído el año pasado A lo lejos, primera novela del autor (In the distance, 2017). La razón de tal expectativa hundía sus raíces en mi gusto personal por la narrativa estadounidense contemporánea —la que arranca con Stephen Crane o Theodore Dreiser—, y en especial por la obra de Cormac McCarthy, Tobias Wolff, Richard Ford, Michael Bishop, Robert Olmstead o John Williams, entre otros. En la senda de los grandes narradores norteamericanos cuyo abuelo y mentor es Mark Twain, A lo lejos mostraba, en fondo y forma, una atractiva reinvención del wéstern, subgénero literario que resurge de manera paralela a los modos renovados en que, aproximadamente a partir de 1990, el cine ha regresado al territorio de la epopeya norteamericana por antonomasia. La narración en tercera persona era el vehículo preciso para otorgar al texto una fuerza descomunal, casi arquetípica en lo que se refiere a la delineación de temas de honda raigambre antropológica.

Fortuna 
es, pienso, un experimento literario. Debe ser leída como un rompecabezas. La novela está dividida en cuatro bloques, que constituyen la narración de manera acumulativa: cada parte completa y matiza la anterior como en un sutil juego de espejos, de suerte que en la mente del lector se va fraguando la visión completa del cuadro que Díaz construye, un retrato a la vez del microcosmos de los protagonistas, en el marco más general de la crisis económica de 1929. Como experimento narrativo al estilo de Henry James, William Faulkner o Wilkie Collins, la novela es consistente, y la narración avanza de manera eficaz. Está bien construida, aunque creo que hay ciertos desequilibrios propiciados, sobre todo, por los cambios en la voz narrativa. La narración completa no se resiente en exceso, pero los cambios de focalización lastran la fuerza dramática del conjunto.

De las cuatro partes que forman la novela me quedo con la primera, una novella por derecho propio que, en su brevedad, recuerda el tono intimista de esa obra maestra que es Stoner, de John Williams. Es curioso, aunque revelador, que en esta primera parte la narración sea desarrollada en tercera persona, quizá el tono que habría otorgado más fuerza y profundidad a la novela completa.

Pero también es muy posible que yo esté equivocado, y que me esté dando demasiadas ínfulas en esta reseña. Así pues, lector, trust your instinct.

martes, 24 de enero de 2023

Belleza áspera

Después de publicar en 2017 Tierra salvaje, Hermida Editores nos trajo en 2021 la traducción de otra novela de Robert Olmstead, Caballo negro carbón (Coal Black Horse, 2007). En 2022 apareció una tercera, Lejana estrella brillante, actualmente en proceso de adaptación a la gran pantalla. Parece una apuesta firme sobre un autor no sólo solvente, sino poseedor de una voz propia, tan rotunda y áspera como la tierra y el tiempo mismo en que enmarca sus narraciones.

Caballo negro carbón es un relato duro y hermoso, con ese aroma de las historias del maestro Cormac McCarthy —para mí, el mejor piropo que se puede dedicar a una novela en estos últimos años—. Sobre el telón de fondo de la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, y más en concreto de la terrible batalla de Gettysburg, Olmstead confecciona un relato iniciático —casi adánico— sobre los ciclos de la naturaleza, el sentido de la vida y la muerte, la evanescencia de la belleza y esa huidiza cualidad que posee la esperanza.

Hermida Editores publica perlas como esta. Ojo.