miércoles, 24 de enero de 2024

Metafísica o no: ésa es la cuestión

La exculpación del "arte contemporáneo" —en lo que este sintagma tiene de noción tremendamente imprecisa— y la condenación de los disidentes —de los que pensamos que mucho de lo que se considera arte contemporáneo es una tomadura de pelo—, establece otro discurso de contrarios inconmensurables cuyo encuentro es imposible. Ocurre en terrenos como la ética, según explicó hace ya tiempo Alasdair MacIntyre; en la política —para qué hablar—; y en tantas otras esferas de este momento polarizado de la historia.

La irrelevancia de cierto arte contemporáneo —el de las a menudo burdas ocurrencias—, es demostrable desde los ojos del espectador sencillo. Frente a la irrelevancia de ese 'arte', lo que sí resulta relevante es el final del célebre cuento de los Grimm sobre las andanzas del emperador desnudo. No hace falta alguien que denuncie a los hampartistas, desde Yoko Ono hasta Duchamp: la mera colocación en la misma frase de Van Gogh, Warhol y Duchamp es ya un atentado contra el sentido común.

Pero esto que afirmo sólo alimentará la polaridad, la demonización y los intentos infinitos de exorcizar a quienes ninguneamos a los lumbreras que inventan ese 'arte' que requiere una justificación —una narrativa, un relato—, que nos quieren convencer de que el arte tiene que denunciar esto o aquello. Como si la belleza no fuera, ipso facto —ipsa essentia—, denuncia suficiente en un mundo podrido.

Quizá ésa sea la clave de todo: que en cierto 'arte' contemporáneo hace muchas décadas ya que la más obvia metafísica fue cancelada (asesinada, más bien), para ser sustituida por un discurso autorreferencial de autobombos y onanismo pedante que vive de maravilla, blanqueando o no dinero; me da igual (porque eso también es, en última instancia, irrelevante, aunque muy revelador). Chillida era amigo de Heidegger y entendió muy bien incluso su metafísica, que no es la clásica. Pero hace falta mucho Arte para llegar a ser Chillida. Tanto, que para un ejército de mediocres y caraduras es mucho más fácil pegar plátanos en las paredes.

Condenar a quienes no admiran o siquiera aceptan como arte algunas —o muchas— obras contemporáneas (las posteriores a las vanguardias del siglo pasado), y llamarlos odiadores o incultos, es una muestra enorme de soberbia, de esnobismo o, más sencillamente, de ignorancia. Porque no se combaten los prejuicios con prejuicios, ni las condenas con otros anatemas.