jueves, 10 de mayo de 2018

El existencialismo de Tolkien


Entre la Belleza Perdida y la Esperanza:
El Existencialismo Cristiano de J.R.R. Tolkien

Las interpretaciones de la simbología presente en la obra de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) suelen hacer un hincapié excesivo en su condición de católico, construyendo una especie de lectura alegórica unívoca y apenas elaborada. Cabe matizar el modo en que “lo cristiano” está presente en su obra, asumido en la narración como la sal que da sabor al todo. Se trata de una presencia callada, más por vía de ausencia, referencial o metafórica —y, por eso, mucho más poderosa—, que de la obviedad de que adolece la alegoría. En ella se manifiesta una voluntad de dominio por parte del autor, una visión configurada a priori que coarta la libertad interpretativa del lector, y que limita la potencialidad estética de la obra de arte.

Así pues, una pregunta que se nos plantea como lectores es ésta: ¿cómo puede ser cristiano un cosmos inventado en el que la divinidad no se ha revelado, ni encarnado? ¿Cómo puede ser cristiana una mitología en la que no ha habido redención? ¿No estaríamos más bien, ante un escenario radicalmente pagano?

Las respuestas a estas perplejidades iniciales pueden ser resueltas en parte desde la mirada sobre la realidad que caracteriza toda la obra de Tolkien. Desde la comprensión del ser como don radical, la mirada que se posa sobre el mundo es sacra. El cosmos es desplegado como un regalo digno de ser agradecido, diseñado ab initio para ser perfeccionado, embellecido, llevado a su plenitud en conjunción con un designio benévolo. Tal es el sentido del canto cosmogónico que abre El Silmarillion, el Ainulindalë. En él, Ilúvatar propone un tema musical para su compleción con la ayuda de los vástagos de su pensamiento, los Ainur. Ellos, criaturas libres, deberán arreglar ese tema inicial de acuerdo con su sentir individual y con la comprensión de la mente creadora primordial que les ha sido concedida. Disonancias y armonías desembocan, así, en un grandioso tema final que asume rebeldías y fidelidad a la mente primigenia, hasta que el mundo adquiere realidad ontológica por medio de la palabra: “Eä!”, “¡hágase!”.

Por tanto, en la mitología de Tolkien la creación ha sido hecha en y desde la libertad, colaboradora o rebelde. Desde ese momento, cada uno de los pasos que la divinidad da en la Tierra Media está condicionado por su voluntad de correr el riesgo de la libertad de las criaturas. A los hombres se les concede el don de la mortalidad; a los elfos —una raza de artistas puros— el de la inmortalidad. Su tentación será, por eso, la del narcisismo y el afán de posesión de las obras de sus manos: la cosificación de la belleza antes que su contemplación y agradecimiento. Los hombres anhelan la inmortalidad, y llegan al extremo de querer arrebatarla a los Poderes por la fuerza. Los elfos, entretanto, se embarcan en luchas fratricidas por la posesión de las magníficas joyas primigenias, mientras se debaten entre la melancolía y el tedio de verse atados a los círculos del mundo, y la tristeza de sentirse desterrados de la visión inicial.

En la Tierra Media cada raza tiene su talón de Aquiles. La codicia o el odio, el orgullo y el afán de dominio. Cada conflicto de libertades afecta al todo, y finalmente el poder aboca al mundo a una batalla radical ante la amenaza cósmica de la tiranía. El mundo inventado por Tolkien a partir de los idiomas y su potencialidad de sentido es un auténtico teodrama, escenificación de un designio amoroso que requiere, en anhelante esperanza, la respuesta confiada de la criatura. Por tanto, el quicio de este relato será la libertad. Y la libertad en un mundo pagano no puede ser sentida sino como radical desafío existencial. Al no haber promesa de una recompensa eterna, la conciencia del deber y la elección moral se mueven en el ámbito del egoísmo, o bien del agradecimiento y del deseo de que las propias obras sean dignas del recuerdo, de perpetuarse en la memoria agradecida a través de las generaciones. El recuerdo es la alabanza del corazón que se goza en la belleza del don acogido y preservado. Audacia y humildad son virtudes cardinales en este mundo heroico, donde las criaturas no son pasiones inútiles y vacuas, sino criaturas en busca de sentido entre los ecos de una llamada primordial.

La historia completa de la Tierra Media se desarrolla como una dialógica ente individuo y gracia oculta. La muerte es el listón contra el que todos los personajes deben medirse. La muerte, a la que Tolkien se enfrentó ya siendo niño, otorga volumen y perspectiva a la peripecia, al sentido narrativo del todo. Muerto su padre cuando él contaba cuatro años, y su madre ocho años después, la estrecha y temprana convivencia con la muerte grabó a fuego en el joven Tolkien la certeza de que la vida es “encontrar y perder”, y que la batalla de la existencia es la de la preservación de la belleza, frágil y siempre amenazada. Lejos de convertirse en un pesimista tras su experiencia en las trincheras de la Gran Guerra, Tolkien vivió con la conciencia de que ante la vida cabe el realismo peculiar de la esperanza, la conciencia cierta de una salvación que ha sido dada del todo y para siempre. Las lágrimas conviven de hecho con un profundo e inefable gozo.

Sus personajes habitan este escenario entre el anhelo de permanecer y la certeza de la marcha definitiva. La historia completa de la Tierra Media es la de “una progresiva decadencia” (Cartas de J.R.R. Tolkien, n. 195). Así, Bilbo Bolsón se debate entre su deseo de disfrutar una vida extraordinariamente larga y ser “feliz durante el resto de sus días”, y la comprobación de que el Anillo y su sombra amenazan ese lícito deseo de su corazón. Su dedicación a conservar los poemas y el folclore élfico, y las demás tradiciones que se preservan en Rivendel, es vivido en la ansiedad de la destrucción y el olvido. Frodo debe tomar una decisión radical desde su libertad, consciente de no ser especial, y confiando en que una providencia escondida cuidará de él y del bien cósmico más allá, incluso, de su propia voluntad quebradiza.

En el momento cumbre de la batalla del Anillo, esa voluntad benévola, esa providencia escondida, resonará como un tañido alto y prístino, salvando al Portador como recompensa inmerecida: pues la misericordia de Bilbo y Frodo hacia Gollum es premiada en el momento culminante. Frodo es perdonado porque fue compasivo. Y así, la coda final de El Señor de los Anillos es la de la despedida de todas las cosas, mientras el recuerdo de una belleza salvada es contenido en un abrazo que perdura en la memoria de generaciones futuras, mientras el mal toma nueva forma. La amenaza continua requerirá nuevas respuestas desde la libertad radical en la existencia personal, individual, de cada nueva generación por venir en el curso del tiempo, en el río de la vida, en el eviterno retorno de la sombra en este mundo en perpetuo contraluz.