sábado, 7 de noviembre de 2020

Galgos o podencos

En la cuestión de la sucesión a la presidencia de los Estados Unidos, confieso que lo peor (desde mi limitada perspectiva) es la ausencia de alternativas. La atención de la mayoría de las personas está ahora centrada (como es lógico) en Trump, pero la tragicomedia y el esperpento habitaron ya la Casa Blanca con George W. Bush, por no hablar de su padre; o, más atrás en el tiempo, en los aparentes días de Camelot con JFK, sostenidos sólo y a duras penas (literales) por su Perceval particular, su hermano Bobby. La alternativa de Bush en los inicios de 2000 era nada menos que ¡Al Gore! Pero es que ni Obama fue el mesías que la gente esperaba y al que quisieron entronizar, a pesar de sus evidentes buena voluntad y limitaciones. Tampoco Hilary era mejor que Trump. De hecho, era peor en muchos aspectos, entre otros motivos porque había sido Secretaria de Estado (impulsando una política exterior desastrosa y cruel en Oriente Medio), y por sus inextricables lazos con las oligarquías de Wall Street. (¿Qué decir de su ilustre maridito?).

No veo por qué debemos admitir a priori que Biden es mejor que Trump. Tendrá que demostrarlo, y no sólo en lo que hace a las formas. Resulta sobrecogedor que en toda una nación no haya un solo candidato más presentable (y representativo) que él para el partido Demócrata. O que los resortes oscuros del poder y el dinero no hayan querido o podido dar con ese candidato mejor. Ocurre lo mismo en casi cada lugar de este planeta; en España de manera especialmente dolorosa. Es pobre consuelo, lo sé; pero allá donde miremos, el desierto avanza.

Eso sí: le reconozco a Biden el mérito de esa pacificadora presencia de que ha hecho justa gala estos días, mientras Donald Trump proclamaba su (un tanto paranoica) frustración, tan obvia muestra de su narcisismo como de una no muy brillante inteligencia. Si Biden llega a ser presidente, como todo parece indicar, ¿será un buen presidente? No hablo ya del Jed Bartlet de la ficción de Sorkin sino, simplemente, de un hombre sensato, capaz de gobernar (como pretende) para todos en lo que ahora más que nunca es una nación de antónimos existenciales. Un hombre de su edad (76), con más de cincuenta en política, tendrá tantas deudas y favores que pagar... Es tibio en muchas cuestiones cruciales (algunas de ellas morales), y no parece el tipo de líder capaz de remediar algunas de las graves (del latín gravis, -e, pesado) papeletas que su país tiene sobre la mesa. Lo que quiero decir es que parece el perfecto vicepresidente de las series y las pelis de Hollywood. Y ése no es precisamente un pensamiento alentador.

En fin, así lo veo yo. Only time will tell. En nuestros días, la esperanza, dentro del ámbito de la política, es un lujo que nadie sensato debería permitirse, una suerte de rara avis, y sólo cabe pensar que por lo menos, hay establecido un límite de cuatro años a toda estupidez galopante... Quizá, y en el mejor de los casos.