sábado, 15 de enero de 2022

Encanto sin gracia

Anoche tuve ocasión de ver la última película de la "factoría Disney". Y empleo "factoría" de intento, porque este todopoderoso estudio, en otro tiempo un lugar de maravilla en fondo y forma, se ha convertido en las últimas décadas en una mera fábrica. ¿Y qué fabrica? Dinero, amigos; fabrica dinero a cambio de mensajes edulcorados al servicio de las ideologías 'woke' actualmente de moda. Disney es uno de los profetas del nuevo, aburrido, falaz rasero de los moralistas de la posmodernidad.

Digo esto porque "Encanto" (Byron Howard & Jared Bush, 2021) parece una nueva muestra de lo que ha devenido la marca de la fábrica: una portentosa puesta en escena, una técnica de animación superlativa, el no va más..., al servicio de un guion pobre, ramplón, bienintencionado y, en última instancia, superficial.

La historia que cuenta esta película revela esa visión tan estadounidense a la hora de encarar una realidad adversa: una magia sin gracia —es decir, una magia que no es consciente de que este mundo es, de suyo, sobrenatural: que lo que llamamos "natural" es lo más milagroso del mundo—; una visión calvinista del ser humano que nos insiste en que es la voluntad la que hace realidad las cosas —"yes, we can"—, y no el don que sostiene nuestra esperanza en todo momento. "Encanto" es una película sin encantamiento, sin asombro —la cualidad que Aristóteles señalaba como el inicio de la sabiduría, y Chesterton como la señal de la sabiduría infantil, de la deseable inocencia perenne de la mirada—. Presenta un mundo donde hay que creer en la magia como un imperativo categórico, pero donde la gratuidad del regalo que es la vida queda reducido, como suele suceder, a buenas intenciones, a sentimentalismo lacrimógeno, a fe sin esperanza.

Una apabullante producción, una paleta de colores maravillosa, una película técnicamente brillante, y poco más. Ni siquiera las canciones —tan aburridas, tan innecesarias las más de las veces— logran salvar esta cinta olvidable.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Pizcas de paraíso

 Acabo de terminar la lectura de un libro cuya autoría es compartida por Francis Scott Fitzgerald y su esposa, Zelda Sayre Fitzgerald: Pizcas de paraíso (Barcelona: RBA, 2009). No pretendo hacer aquí una reseña del libro —una colección de relatos breves de ambos, alguno de ellos a cuatro manos, otros atribuidos a él, pero escritos por ella—. Tan sólo quiero dejar constancia de que, si bien es cierto que Francis poseía un talento extraordinario para la escritura (elegante, medida, brillante en el modo de retratar los vaivenes del alma humana en los difíciles años 20 y 30, y siempre), cabe decir casi lo mismo sobre el estilo de Zelda. Para mí ha sido un auténtico descubrimiento; uno de ésos que convierten a un escritor en un imprescindible. Y eso es mucho decir.

Totalmente recomendable.

domingo, 17 de enero de 2021

El emperador desnudo

Es la historia de cierto arte contemporáneo (de algo que nos es vendido —literalmente— como arte) una tragicomedia. Tragedia porque corresponde a un grito angustioso del hombre en busca de sentido. Comedia porque a menudo el grito suena estentóreo, ridículo, cursi o, sencillamente, monstruoso.

No me gusta gran parte de lo que se ha dado en llamar "arte contemporáneo". La razón es sencilla: no calma, ni de lejos, el hambre y la sed que hay en mí de algo permanente, la esperanza de una verdad. No es ya la habitual ausencia de belleza, o el exceso de un no disimulado feísmo al que se rinde culto (qué interesante y reveladora paradoja), sino el simple carácter anecdótico de lo ofrecido como arte. La belleza como categoría estética ha sido desplazada (a golpes) por lo programático, por la denuncia, por la ideología. Ya no se nos ofrece la obra como espacio de silencio y contemplación, sino como campo de batalla.

En esta muerte dialéctica de la contemplación la primera víctima es la paz, tanto del artista como del espectador. La obra, incluso como mero artefacto, no es concebida como espacio de búsqueda de una verdad superior, de diálogo, sino que es erigida en ídolo autorreferencial. Y así, cada ocurrencia (a menudo grotesca) del último iluminado, cada performance, intervención o instalación con que se pretende golpear nuestra conciencia, nos deja a la inmensa mayoría (quizá es que somos una mayoría lerda, basta, insensible) sumidos en una actitud de indiferencia rayana en la burla. Es un golpe, sí, pero no tanto a nuestra conciencia, cuanto a nuestro sentido común.

Igual que a aquel chaval que, por niño, fue lo suficientemente sabio como para decir la verdad: que el emperador iba desnudo, y que todo lo que mostraba ante los atónitos ojos de sus súbditos como arte, era simple desnudez.

sábado, 7 de noviembre de 2020

Galgos o podencos

En la cuestión de la sucesión a la presidencia de los Estados Unidos, confieso que lo peor (desde mi limitada perspectiva) es la ausencia de alternativas. La atención de la mayoría de las personas está ahora centrada (como es lógico) en Trump, pero la tragicomedia y el esperpento habitaron ya la Casa Blanca con George W. Bush, por no hablar de su padre; o, más atrás en el tiempo, en los aparentes días de Camelot con JFK, sostenidos sólo y a duras penas (literales) por su Perceval particular, su hermano Bobby. La alternativa de Bush en los inicios de 2000 era nada menos que ¡Al Gore! Pero es que ni Obama fue el mesías que la gente esperaba y al que quisieron entronizar, a pesar de sus evidentes buena voluntad y limitaciones. Tampoco Hilary era mejor que Trump. De hecho, era peor en muchos aspectos, entre otros motivos porque había sido Secretaria de Estado (impulsando una política exterior desastrosa y cruel en Oriente Medio), y por sus inextricables lazos con las oligarquías de Wall Street. (¿Qué decir de su ilustre maridito?).

No veo por qué debemos admitir a priori que Biden es mejor que Trump. Tendrá que demostrarlo, y no sólo en lo que hace a las formas. Resulta sobrecogedor que en toda una nación no haya un solo candidato más presentable (y representativo) que él para el partido Demócrata. O que los resortes oscuros del poder y el dinero no hayan querido o podido dar con ese candidato mejor. Ocurre lo mismo en casi cada lugar de este planeta; en España de manera especialmente dolorosa. Es pobre consuelo, lo sé; pero allá donde miremos, el desierto avanza.

Eso sí: le reconozco a Biden el mérito de esa pacificadora presencia de que ha hecho justa gala estos días, mientras Donald Trump proclamaba su (un tanto paranoica) frustración, tan obvia muestra de su narcisismo como de una no muy brillante inteligencia. Si Biden llega a ser presidente, como todo parece indicar, ¿será un buen presidente? No hablo ya del Jed Bartlet de la ficción de Sorkin sino, simplemente, de un hombre sensato, capaz de gobernar (como pretende) para todos en lo que ahora más que nunca es una nación de antónimos existenciales. Un hombre de su edad (76), con más de cincuenta en política, tendrá tantas deudas y favores que pagar... Es tibio en muchas cuestiones cruciales (algunas de ellas morales), y no parece el tipo de líder capaz de remediar algunas de las graves (del latín gravis, -e, pesado) papeletas que su país tiene sobre la mesa. Lo que quiero decir es que parece el perfecto vicepresidente de las series y las pelis de Hollywood. Y ése no es precisamente un pensamiento alentador.

En fin, así lo veo yo. Only time will tell. En nuestros días, la esperanza, dentro del ámbito de la política, es un lujo que nadie sensato debería permitirse, una suerte de rara avis, y sólo cabe pensar que por lo menos, hay establecido un límite de cuatro años a toda estupidez galopante... Quizá, y en el mejor de los casos.

sábado, 9 de mayo de 2020

Adónde se ha ido la magia (de Pixar)

He visto la última película de Pixar, "Onward" (Dan Scanlon, 2020). Empezaré por el final: qué enorme decepción. Y la pena —porque lo experimento como desaliento, como frustración estética— es que esta decepción se empieza a convertir en mi sensación habitual al llegar a los créditos finales de las últimas creaciones de Pixar desde la magnífica "Del revés" (Pete Docter, 2015). Ni siquiera "Los Increíbles 2" (Brad Bird, 2018) consiguió quitarme el pegajoso y persistente pensamiento de que se trataba de algo, en última instancia, prescindible del todo. ¿Qué está pasando?

"Onward" arranca con una sucinta explicación del modo en que el mundo que una vez estuvo henchido de prodigios y magia, se ha ido convirtiendo en un lugar más y más prosaico. El eje en torno al que queda retratada esta transición es la creciente influencia de la tecnología en la vida cotidiana. Hasta ahí, todo magnífico, pues así ha sucedido desde la segunda revolución industrial. La tecnología es el atajo que ha sustituido a la magia, al actualizar el deseo y hacerlo presente, instantáneo; y condenándolo, de ese modo, a ser suprimido, pues cada nuevo anhelo es satisfecho de manera casi inmediata en una espiral sin fin. La espera, la contemplación, han quedado relegadas —como experiencias las más de las veces menospreciadas como "inútiles", qué revelador adjetivo— ante la urgencia de hacer tangible el poder de transformación, el dominio del mundo y de otras voluntades. Los voceros de la tecnología, ecos de la falaz idea del progreso indefinido de la humanidad, nos han gritado que podemos poseer el mundo y cuanto contiene, al (elevadísimo) precio de dominarlo y dejar de esperar nada de él, porque una consecuencia del poder tecnológico es el control, la minimización de la incertidumbre. Dicho de otro modo: hemos dejado de mirar el universo como un milagro, para pasar a exigir disfrutarlo como un niño malcriado y caprichoso demanda un mecano o un laboratorio.

A partir de ese prólogo tan prometedor, asistimos a la descripción acelerada de un microcosmos que no tiene nada de inventado: es el nuestro burdamente travestido de orejas puntiagudas y demás lugares comunes. No hay un esfuerzo de construir una lógica secundaria, como al menos sí sucedía en "Monstruos S. A." o en "Cars". Es decir, es un mundo sin añadido, sin mirada transformadora. Sin arte.

Los personajes son planos (¡la madre de los protagonistas! ¿No cabría esperar de sus años de convivencia con alguien tan maravilloso como se nos dice que fue su marido, una expectativa de reencuentro, la magia de ese momento efímero pero real?), las situaciones, tópicas; y los pretendidos homenajes, burdos plagios de "Indiana Jones". Cuando llegan los "gags" cómicos, los ves con una incómoda mueca de sonrisa, donde no hay lugar no ya para la abierta carcajada, sino ni siquiera para la risa franca y reconstituyente.

Con todo, para mí la carencia más grave tiene que ver con la narración misma: el ritmo es atropellado hasta el absurdo. Los planos se suceden a un ritmo vertiginoso incluso para el estándar de las escenas de acción, y cuando la situación requiere calma y un respiro, la cámara no acierta a dejarnos mirar con serenidad. Ni siquiera el eje argumental principal, la relación del protagonista con su padre, recibe la adecuada atención. Todo queda engullido por la prisa, y diluido en un tibio mensaje de aceptación de los seres cercanos (básicamente, del hermano mayor) que ni de lejos se acerca a una verdadera catarsis. Todo muy acorde con la corrección política y la tontuna mediática, estos pactos de no agresión que se están llevando por delante no ya a la propia Disney —maldita sea—, sino gran parte del modo de contar historias que nos trae Hollywood.

"Onward" es un productillo fútil y predecible que me hace pensar que los mejores años de Pixar —aquellos años en que cada nuevo estreno era una explosión significativa de Arte—, han pasado para siempre. No hay pulso, tampoco hay impulso. Viendo "Onward" siento como nunca la invitación a mirar "backward", hacia ese pasado esplendoroso que nos regaló algunos de los mejores momentos de Cine que hemos vivido desde 1995 ("Toy Story", John Lasseter... ¡Ay, John Lasseter!...).

Insisto: nada me haría más feliz a este respecto, que equivocarme. Seguiré "atento a sus creaciones", como decía Anton Ego al final de "Ratatouille". Porque la esperanza nunca debe ser desechada. Pero a este paso y con estos mimbres...

miércoles, 15 de abril de 2020

Tolkien y la imaginación I

Comparto aquí una serie de vídeos realizados por mi amigo Romualdo Abellén. Durante más de una hora estuvimos hablando sobre Tolkien y la imaginación. Éste es el primero de ellos.

https://www.youtube.com/watch?v=zJB05gKmaOE

martes, 14 de abril de 2020

Maquiavelo o el arte de lo posible


Durante estas semanas he avanzado bastante —al punto de tener su final en el horizonte cercano—, en una serie que considero fascinante: "House of Cards". Como alguien para quien "The West Wing" no es sólo su serie favorita, sino la mejor serie de siete temporadas que se ha realizado hasta la fecha, no puedo dejar de admirarme al considerar ambas obras de arte como las dos caras de esa tristemente cínica moneda que es la política.

Sin embargo, mientras que la visión del ala oeste que nos ofreció Aaron Sorkin era maniquea sólo en apariencia —cualquiera que la haya visto recordará los errores y demás miserias cometidas por Joshia Bartlet y su gabinete—, pues en ella resplandecía la vieja definición de la política como «el arte de lo posible», en "House of Cards" tenemos a los aventajados discípulos de Maquiavelo orquestando el caos y manejando los oscuros hilos del alma humana al servicio del poder y la autodestrucción. Resuena en los pasillos de esa Casa Blanca —qué irónico adjetivo, ¿verdad?— el eco de aquella afirmación de Lord Acton: que «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente». La verdad de esta máxima se ha enseñoreado de lo que hoy llamamos "democracia"... «Perdonen que no me levante», que diría el maravilloso Groucho Marx.

Sin duda una obra mayor —con ese genial recurso narrativo y dramático a la ruptura de la cuarta pared—, "House of Cards" nos deja, un capítulo tras otro, la amarga y triste sensación de que la realidad superará a la ficción, una vez más y siempre.

Para desgracia de todos.