viernes, 8 de diciembre de 2017

El espíritu de la Navidad

Corría el año 1840 cuando la primera felicitación de Navidad fue enviada por correo; la primera 'christmas card' de la historia si descartamos como tal el cometa que puso en marcha a los Sabios como felicitación primigenia. Que Dios se las ve con esto de la red global  y las autopistas de la información a lo bestia; ¡menudo Es!

Poco después de aquella primera felicitación, en 1843, Charles Dickens publicaba su genial "Cuento de Navidad" que, entre muchas otras cosas, trajo de vuelta a la Inglaterra victoriana la alegría perdida durante más de siglo y medio, desde la prohibición puritana de Oliver Cromwell contra la celebración jubilosa de esas fechas, contra el sentido profundo de la felicidad que va asociada de manera intrínseca a la conmemoración de la Encarnación, del nacimiento de Dios. A Christmas Carol supuso, además, el nacimiento de lo que se ha dado en llamar "el espíritu de la Navidad".

Con el paso del tiempo ese espíritu navideño ha ido adoptando formas diversas. El común denominador, sin embargo, ha sido un creciente edulcoramiento de esos días, y la pérdida del sentido de lo que se conmemora que, bien pensado, no es sino el amanecer de la Muerte y la Resurrección. Alumbra la alegría de esas jornadas el recuerdo de un futuro doloroso y, así, gozoso hasta más allá de lo que imaginación humana podría haber concebido. En palabras de Tolkien, "la muerte y resurrección de Jesucristo es la eucatástrofe [el giro gozoso más allá de toda esperanza] de la historia de la humanidad" (Sobre los cuentos de hadas, epílogo), del verdadero —en su sentido más radical— Cuento de Navidad: de Belén al Cielo.

Hace unas semanas vi (con pasmo) uno de los carteles con que El corte inglés declaraba oficialmente inaugurada la navidad. Mercadona y otros habían hecho público su particular salto y doble pirueta sobre toda forma de sentido común mucho antes, poniendo a la venta turrones y calendarios de Adviento allá por octubre. Nada de sutilezas teológicas para los bisnietos de Adam Smith. El divorcio entre materia y espíritu, entre cuerpo y alma, se esconde, abotargado, tras esta incapacidad que la modernidad manifiesta de manera creciente respecto de todo intento de comprensión de la trascendencia. Parece como si el esfuerzo de penetrar la profundidad de campo que acompaña a la belleza, al regalo que nos es entregado una y otra vez, se topara con la limitación de este creciente apego con que todos nos aferramos a la aparente certidumbre de lo tangible, a la seguridad de lo ya conocido, de la costumbre petrificada en rutina y aburrimiento. Puestos a elegir, nos hemos quedado con el "espíritu" de la Navidad, un conglomerado de sentimentalismo dulzón, buenas intenciones que duran menos que el turrón, luces que nada alumbran, abrazos vaciados de contenido (o no, tanto da), uvas y mala uva que prorrogan el eco de los pasos vacíos de cada año que pasa, como pasa el agua de roca en roca por el río que contemplaba Heráclito.

El espíritu de la Navidad, en cuanto tal, no es algo negativo que haya que rechazar. Estaríamos otra vez en la posición rigurosa de Cromwell el Justiciero. Sin embargo, tengo para mí que el exponencial vaciamiento del sentido de ese espíritu —la graciosa e inocente aceptación del Regalo— nos dejará con la misma cara de gilipollas que muestra el perro del cartel: la tontería infinita de El corte inglés, sus orejas de reno hechas de fieltro barato, la hierática pose de toda una era "devota de lo fútil e instantáneo" (Tolkien de nuevo). Feliz Navidad, pues. Pero feliz de Verdad.