domingo, 19 de abril de 2015
La alegoría del árbol caído
Había una vez un hombre que, como muchos otros antes y a la vez que él, había ido cortando golpe a golpe sus raíces hasta troncharlas de cuajo. Cuando después de no mucho tiempo el bosque de los hombres grises quedó en silencio y casi desierto, los troncos y ramas podridas (que siempre habían estado podridas) fueron recogidas por otros hombres que, confiados en la sombra que aquéllos proyectaban, vivían a la intemperie y padecían mucho frío en el cuerpo, y tristeza y angustia en sus almas.
—No hagáis leña del árbol caído— les dijeron algunos.
—Son ellos quienes han hecho de sí mismos leña y matojos, y hojarasca reseca. ¿Por qué no habríamos de calentarnos ahora, si ya ni siquiera dan el cobijo que nos otorgaba su fronda? ¿Qué les debemos, aun los que de entre nosotros no supimos ver que estaban llenos de gusanos?
Entonces uno de ellos añadió:
—Son ahora leña para uso común, pues no quisieron ser árboles hermosos cuando estaban recién plantados, y prometían llegar al cielo con sus orgullosas ramas en jardines públicos, anchos y gallardos. Su sombra vivía dentro de ellos; por eso su lumbre crepita ahora y relampaguea su luz sombría oscilando insegura contra sus tristes epitafios.
domingo, 5 de abril de 2015
Corazones descascarillados
"Con corazones rotos en miles de fragmentos será difícil construir una auténtica paz social" (Francisco, 'Evangelii Gaudium', n. 229).
Leyendo tantas cosas cada día, en la prensa y en las redes sociales, en libros de ensayo y novelas, es posible tocar los añicos del alma, arañarse e incluso hacerse sangre. Por eso, para explicar lo que es una amistad de forja se me antoja una buena imagen la del castillo viejo, raído de años y arrancado a jirones por los vientos: como esas camaraderías recias, bien cimentadas y robustas, donde hay lugar para tanta variedad como torres y troneras, almenas y vanos, adarves y barbacanas; pues así se convierte el compañerismo en amistad leal.
Frente a esa amistad verdadera y profunda se yergue el vistoso castillo de naipes, alarde fútil e instantáneo de vanidad, fuego de artificio de este o aquel logro. Y es ese tipo de trampa el que desbarata la amistad al dar pábulo a envidiejas y rencillas.
Corazones descascarillados. Eso es lo amable, lo real, lo imperecedero. Lo demás es tuitear algodón de feria, dulzón y empalagoso. Facebook de caras de verdad, no de museo de cera.

Frente a esa amistad verdadera y profunda se yergue el vistoso castillo de naipes, alarde fútil e instantáneo de vanidad, fuego de artificio de este o aquel logro. Y es ese tipo de trampa el que desbarata la amistad al dar pábulo a envidiejas y rencillas.
Corazones descascarillados. Eso es lo amable, lo real, lo imperecedero. Lo demás es tuitear algodón de feria, dulzón y empalagoso. Facebook de caras de verdad, no de museo de cera.
domingo, 22 de marzo de 2015
Bibliografía para ateos honrados
Biblia,
beginning to end, alfa & omega, Genesis to the Book of Revelation
Catecismo de la Iglesia Católica
F. J. Sheed,
Teología y sensatez, Herder,
Barcelona 1984
C. S. Lewis,
Cautivado por la Alegría, Encuentro
—, Dios en el banquillo, Rialp
—, Dios en el banquillo, Rialp
—, Mero cristianismo, Rialp
—, Una pena en observación, Anagrama
—, Cartas del diablo a su sobrino, Rialp
—, El gran divorcio, Rialp
—, El problema del dolor, Rialp
—, Los cuatro amores, Rialp
—, Si Dios no escuchase, Rialp
Gilbert K.
Chesterton, Ortodoxia, Acantilado
—, Autobiografía, Acantilado
Viktor
Frankl, El hombre en busca de sentido
Fabrice
Hadjadj, La fe de los demonios (o el
ateísmo superado), Nuevo Inicio
Juan Pablo
II, Fides et ratio
Benedicto
XVI, Deus Caritas Est
Romano
Guardini, Las etapas de la vida,
Palabra
San Agustín,
Confesiones
Scott & Kimberley Hahn, Rome, Sweet Home
Hans Urs von Balthasar, Si no os hacéis como este niño. Ed. San
Juan
—. Gloria. 7 vols. Encuentro
—. Teodramática, 2 vols.
Encuentro
—. Teológica. 2 vols. Encuentro
—. El corazón del mundo. Encuentro
—. El todo en el fragmento. Encuentro
—. Escatología en nuestro tiempo. Encuentro
—. La oración contemplativa. Encuentro
—. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno. Encuentro
—. María, Iglesia naciente. Encuentro
—. Vía crucis. Encuentro
—. Teología de los tres días. Encuentro
—. La verdad es sinfónica.. Encuentro
—. Abatid los bastiones, EDICEP
—. Sólo el amor es digno de fe.
—. Quién es cristiano.
—. Meditaciones sobre el credo apostólico.
— (2007). Examinadlo todo y quedaos con lo bueno: entrevista de
Angelo Scola. Encuentro
Jean Dumont, La Iglesia ante el
reto de la historia, Encuentro
José Ramón Ayllón,
Dios y los náufragos, Belacqua, Barcelona, 2004.
Dorothy Day,
La larga soledad, Sal terrae, Santander, 2000.
André Frossard,
¿Hay otro mundo?, Rialp, Madrid, 1981.
—, Dios
en preguntas, Atlántida, Buenos Aires, 1998.
—, Dios
existe, yo me lo encontré, Rialp,
Madrid, 2001.
—, No
tengáis miedo, Plaza Janes, Barcelona, 1982.
Manuel García
Morente, El hecho extraordinario, Rialp, Madrid, 2002.
Hyde
Douglas, Yo creí, Luis de Caralt, Barcelona, 1952.
Janne
Haaland Matlary, El amor escondido, Belacqua, Barcelona 2002.
Sergei Kourdakov,
El esbirro, Palabra
Lamping
Sevein, Hombres que vuelven a la Iglesia, Epesa
F. Lelotte, Convertidos
del siglo XX, Studium
—, La
antorcha encendida, Studium
—, La
ciudad sobre el monte, Studium
J. M. Lustiger, La elección de Dios, Planeta
Jacques Maritain,
Cuaderno de notas, Desclee de Brouwer
Vittorio Messori,
Algunas razones para creer, Planeta
---, Ipotesi
su Gesù, Internazionale, Torino
---, Leyendas
negras de la Iglesia, Planeta
Leonardo Mondadori,
Conversione, Mondadori
Muller de
Hauser, La llamada de Dios, Herder
Nedoncelle y
R. Girault, Testimonios de la fe, Rialp
O’Brien, Los
prodigios de la Gracia, Studium
J.M. Osterreicher,
Siete filósofos judíos encuentran a Cristo, Aguilar
Giovanni
Papini, Un uomo finito, Vallechi
Carlos Pujol,
Siete escritores conversos, Palabra
Giovanni Rossi,
Hombres que encontraron a Cristo, Studium
Kenneth Simon, The glory of the
people, McMillan, New York.
Raphael Simon, The Road to
Damascus, O’Brien, New York, 1949.
Edith Stein,
Autobiografía (estrellas amarillas), Espiritualidad
Pieter Van
der Meer, Nostalgia de Dios, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1955.
Marysia
Szumlakowska, Amaneció de noche.
Despedida de Narciso Yepes, Edibesa
Conversos “célebres”; ya me entendéis:
(Muchos de ellos dejaron escritas sus
memorias o autobiografías, en las que narran el antes y el después de su
conversión. Recomiendo especialmente la de Sir Alec Guinness, Memorias, Espasa)

domingo, 8 de marzo de 2015
Preguntas sobre la Belleza
He encontrado estas preguntas que alguien me debió hacer para una entrevista que he olvidado.
¿La belleza es un valor subjetivo, relativo al gusto?
Volvemos a las categorías kantianas de lo
bello como subjetividad. Lo feo puede serlo en diversos niveles que, en función
del modo en que trasluzcan el esplendor del ser, podrán ser considerados “feos”
o “hermosos”. La Cruz es la cumbre de esa paradoja en la que el “desecho de los
hombres” al que se refiere Isaías se manifiesta como el más bello de los hijos
de los hombres.
¿La belleza es un valor subjetivo, relativo al gusto?
La influencia de las categorías estéticas
kantianas, junto a la evolución de las artes visuales tras la Primera Guerra
Mundial y las vanguardias, nos han llevado a dar por sentado que la belleza es
lo mismo que el gusto personal. Por tanto, una categoría subjetiva y cambiante,
dependiente de las modas. La recuperación de la belleza como trascendental del
ser en el que se da una ‘circumincessio’ —una comunicación ininterrumpida con
el resto de los trascendentales (bien, unidad, verdad)— puede ser la senda
hacia un descubrimiento de la realidad como don, como regalo. En ese sentido
toda realidad deja traslucir la luz de la forma en la que resplandece el
carácter creatural del mundo.
¿Puede un dibujo de un niño de cuatro años
sobre su familia ser más bello que una obra de Caravaggio?
Esta pregunta se refiere al sentido analógico
del concepto de “lo bello”. La belleza del dibujo del niño está vinculada a la
mirada prístina e inocente –sabia- sobre el complejo mundo de sus afectos,
emociones, sentimientos, etc. Es referencial respecto del amor que el niño
recibe, o su ausencia; y su reciprocidad.
La belleza del cuadro de Caravaggio está
vinculada a una perfección en la realización (a la imprescindible tekné),
a la composición, el orden y la simetría internas, al tema y la conciliación
perfecta entre fondo y forma.
La belleza es, como categoría ontológica,
‘analogia entis’: permite una gradación relativa, relacional, entre un más y un
menos según el punto de referencia. El dibujo del niño y la obra del maestro
son comparables como respuestas al don del ser, pero inconmensurables entre sí
desde la perspectiva “artística”.
Al ser animales culturales nuestro lenguaje
es simbólico. Por lo tanto ¿no existe la belleza natural fuera del rango
humano?
La pregunta es equívoca. Nuestra respuesta a
lo simbólico no depende sólo de nuestro carácter social, cultural: es previo
porque es respuesta al Otro original. La percepción de la belleza natural es
inaccesible fuera del ámbito de lo humano, aunque pueda haber respuestas en los
animales superiores a ciertas formas de simetría o proporción, o de belleza
sensible, en niveles muy rudimentarios. Parte de las consecuencias de la Caída,
como explican algunos Padres de la Iglesia o C. S. Lewis, se manifiestan en este
desorden en la percepción de lo bello no sólo en los animales, sino entre los
seres humanos animalizados.
¿Cómo saber si algo feo es más hermoso aun
que lo establecido como bello?

¿La belleza es accesible a los insensibles de
corazón?
Siempre, toda vez que el don que Dios da no
es retirado nunca, y en todo momento es redimible. La gracia es entregada para
siempre y, aunque puede quedar oscurecida, permanece la fidelidad de Dios a la
palabra dada, a la sanación de la naturaleza y, con ella, de las
potencialidades para redescubrir y agradecer, para contemplar, para el silencio
y las formas de humillación ante la potencia creadora de Dios y los hombres.
¿Qué respondería a la pregunta que Ippolit le
dirige al príncipe Myshkin? (“El idiota”, F.M. Dostoyevsky)
-¿Qué belleza es ésa que va a salvar al
mundo?
¿Está de acuerdo con esa pregunta? Si es así,
¿por qué?
Me remito a la Carta a los artistas,
de san Juan Pablo II, nº 19: el mundo será redimido por la Belleza, o no será.
Hemos hecho tanto hincapié en el bien, en la verdad, que hemos dejado de lado
–también en la iglesia católica, tristemente- la potencia de la belleza (no
sólo artística) para llamar al hombre contemporáneo a una nueva contemplación
del Don en el que “vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
En tanto en cuanto la Verdad no es una moral
–aunque la implique y explicite-, no podemos seguir insistiendo en que el
seguimiento de Jesús se ciñe a la práctica de unos preceptos. Por el contrario,
es un modo de ser que se trasluce en una manera de mirar y estar en el mundo
como criaturas libres que agradecen como niños que están ‘omni tempore, ludens
[Deus] in orbe terrarum’ con nosotros. Tal es la fuente de la paz y la
esperanza. De no ser así, el mundo no será, porque ha sido redimido ya en la
belleza de la Cruz pero aguarda la acogida que depende de cada libertad
personal. Y la libertad que es accionada por el amor abraza lo bello antes que
un código moral, por pertinente y humano que éste sea.
domingo, 1 de marzo de 2015
Tolkien y el Arte de la Palabra
Tolkien pasa por ser un autor bien conocido.
Quizá su indudable popularidad le ha valido, no sé bien a cuenta de qué tipo de
sentido (poco) común, la etiqueta de “vulgar”, como en una inecuación en la que
lo que gusta a muchos —el vulgo— no puede obtener el refrendo de quienes se han
arrogado el derecho a decidir lo que es y lo que no es Arte. No hay inecuación
más inverosímil que ésta, y empleo el término “inverosímil” en su sentido más
radical: lo que a menudo está tan lejos de la verdad que no resulta creíble. La
vulgaridad se situaría, según esa (i)lógica, en el extremo opuesto de una
exquisitez tan esnob, que resultaría asequible
tan sólo a un exclusivo (y excluyente) grupo de estetas o iniciados, celosos custodios
del grial, estrambóticos protagonistas de una novelucha al estilo de las que se
gasta Dan Brown, pero que en realidad no llegarían a la finura y agudeza de
aquellos personajes del cuento que recopilaron los hermanos Grimm, y que
narraba las desventuras de un emperador vanidoso cuya desnudez sólo fue capaz
de revelar —o des-velar— un niño.
Quizá por todo esto, porque Tolkien no es un
autor tan bien conocido como mucha gente piensa —admiradores lo mismo que
detractores—, y porque siendo un artista mayúsculo merece una mirada serena, nunca
está de más contemplar con asombro renovado la obra literaria del inventor de
la Tierra Media y los idiomas élficos, de Bilbo Bolsón y Roverandom, de Niggle
y el herrero que vivía en Wooton Major, pero que tenía su ser entero en
Fantasía, y por eso era capaz de ver
la realidad en toda su plenitud. ¿Alguna razón más? Una muy sencilla: porque su
obra y sus ideas sobre el arte literario son una joya de perfiles delicados y
polifacética hermosura, y nadie en su sano juicio se cansa de contemplar la belleza.
Como sucede con cualquier clásico, Tolkien merece la ponderada atención que
requiere la contemplación estética. De ese silencio surge una suerte de
perpleja admiración que demanda indagar con humildad en los porqués de la obra
de arte y de las razones del artista. Saber más ayuda al lícito entender mejor.

¿Cuáles son esas ideas que hacen de Tolkien
un renovador de la tradición? A riesgo de resultar en exceso esquemático,
señalaré lo que considero el núcleo de su ars
poética. En su poema Mitopoeia,
“el arte de hacer historias”, Tolkien emplea la metáfora de la «luz irisada»
para referirse al modo en que los mitos, los cuentos, las buenas historias, nos
ofrecen un atisbo de la verdad de modo análogo a ese fenómeno físico por el que
un haz de luz se divide al atravesar un medio de diferente densidad —por
ejemplo un prisma, o un fluido—, refractándose en múltiples colores. Esos
colores constituyen, sin embargo, un blanco único capaz de ir «de mente en
mente» gracias al arte del escritor y a la potencia sapiencial, epistemológica que,
de modo paradójico, muestra y oculta al unísono la verdad. Porque la verdad es,
en definitiva, esencialmente gracia, don, misterio, y el artista que realmente
merece tan elevado título deviene, a la postre, mediador entre el ser humano y
la Belleza.
Algunas de las claves que, a mi juicio, dan
razón de la profunda novedad literaria que encierra la obra de Tolkien, y de su
extraordinaria aceptación entre tantos lectores de todo el mundo, laten bajo el
humus de la inspiración lingüística que alumbró su universo mitológico. Por
otro lado, las constantes estéticas peculiares de su invención literaria —es
decir, la presencia de una personal y sugerente metafísica del Arte y la
Belleza—, no son explicables solamente a partir del indudable atractivo temático
y argumental de las historias singulares. Quizá el núcleo de su poética lo
constituya el modo en que el lenguaje y la metáfora alumbran progresivamente un
universo posible, de manera análoga al modo en que, como escribe san Juan, el
mundo ha sido creado en y por el Lógos divino, el Verbo eterno del Padre. El
inventor de mundos se revela imagen quintaesenciada de Dios, un subcreador que,
haciendo pie en la potencialidad semántica de los idiomas inventados como vehículos
de verosimilitud, los emplea como causa instrumental para provocar «creencia
secundaria». La palabra verdadera es hecha merecedora de credibilidad, de fe
poética. En ella refulge de alguna manera el esplendor de una forma que es su
referente, que le otorga su sentido pleno, último, en sí y para cada uno.
Por esta senda de la belleza y la elaboración
lingüística, dice Tolkien, la palabra se transforma en medio privilegiado para
“inventar”. Mas al inventar el escritor no hace sino encontrar otros modos de
decir la realidad y el ser: se revela un mago cuya varita mágica es el adjetivo,
su reino el mundo entero y, en él, todos los mundos. El subcreador es erigido
un notario que levanta acta de este hecho extraordinario: que al haber sido
regalados con el don del lenguaje, podemos llamar a la existencia otros universos
imaginados a nuestra imagen y semejanza, puesto que también nosotros somos
imagen y semejanza de un Creador. «Seréis como dioses» quiere decir aquí, en el
otro extremo de la Trampa
falaz, aceptar la invitación para convertirse en servidores de la palabra, del
sentido, de la riqueza de significado que nos revela el Amor. La palabra que es
pronunciada como eco del sí primigenio, se transforma en cada acto artístico en
afirmación categórica de que había en nosotros más tela de la que fue necesaria
para cortar el traje de nuestro destino. Por eso decía Chesterton que cada
escritor revela a través de su imaginación el reino por el que le gustaría
vagar, y del que valdría la pena enseñorearse.
Como estirpe de Dios hemos sido adornados con este
don: el de poder continuar el canto de la Creación, embelleciendo este mundo en
y desde la elaboración de los mundos posibles que contiene el Verbo eterno, el
sí del Hijo al Padre, y que forman parte de la Música inicial. Por esa razón
cuando leemos tantos relatos bellos, tantos cuentos verdaderos, quedamos
literalmente “encantados”, incorporados al canto arcano que no cesa de adquirir
nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos,
y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.
Vidas Ejemplares
Hace tiempo, leí con asombro en un diario
deportivo de considerable tirada —lo cual es, por méritos propios, tema de
importancia más que justificada para otro día y otra reflexión—, la
equiparación que se hacía de Rafael Nadal y Valentino Rossi como «dos
grandes ejemplos para los más jóvenes». La sola lectura de ese titular provocó
en mí un automático desacuerdo. La razón de mi divergencia no radicaba en la
más que evidente inadecuación entre los dos términos de la comparación, sino
—sobre todo— en el olvido en que incurría el columnista al obviar que no
cabe proponer como ejemplo «para los más jóvenes» —pero tampoco para los
adultos, para los maduros e incluso para aquellos que, por ancianos, se
pueden llamar ya sabios— a un hombre cuyo modo de competir es y ha sido
casi siempre maquiavélico, que no ha dudado en atropellar las normas del fair-play cuando se trataba
de lograr la victoria —que se lo pregunten a Sete Gibernau—, o que
defraudó al fisco de su país una millonada sin el más mínimo rubor durante
varios años. ¿Es ése el ejemplo que deben tomar «los más jóvenes»? No creo que
Valentino Rossi, a pesar de su extraordinario palmarés, merezca un lugar junto
a atletas del calibre de Miguel Induráin, Rafael Nadal o Manel Estiarte,
como personas que recibieron en su día la distinción con que ese diario ha
señalado a algunos de los mejores deportistas contemporáneos.
Al decir esto no estoy llevando a cabo
una evaluación moral según la mayor, menor o nula ejemplaridad de las vidas y
hechos personales de esos deportistas. No soy juez de nadie. Mi reflexión gira
más bien, a partir de este ejemplo, en torno a la creciente proporción de
menores que se enfrentan a penas más o menos graves a causa de su desafío
habitual de la justicia, y cuyos ejemplos vitales son, a menudo, deportistas
idolatrados no tanto por sus hazañas cuanto por la exacerbación mediática que
los convierte automáticamente en objetos de culto. Esa idolatría tiene su base
en una mentalidad general, más ampliamente extendida de lo que nos atrevemos a
reconocer, que ha canonizado como uno de sus valores supremos el triunfo. Casi
siempre, en la práctica —y como no podía ser de otro modo—, el triunfo como
meta única. La propuesta de Rossi como paradigma, ¿no pone acaso de manifiesto
la esquizofrenia de proponer como ejemplares las vidas de ciertos triunfadores
que, sin embargo, han mostrado ser repetidas veces personas muy mediocres,
o incluso mezquinas? Pienso que la honradez de vida —en su más amplio sentido—
y las gestas deportivas, forman una indisoluble unidad, porque el
hombre es un ser unitario, y su obrar deriva necesariamente de su concreto modo
de ser. Si el listón para ser distinguido con un premio se coloca tan bajo, ¿no
estaremos enviando un mensaje equívoco, según el cual el respeto al rival y la
justicia están muy por debajo de la importancia del triunfo a cualquier
precio?
Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos
la presencia y el aliento de vidas ejemplares a nuestro alrededor, en el
sentido más amplio de la expresión; de vidas que nos sirvan de pauta, ánimo y
estímulo; o, siquiera, como espejos donde contemplar nuestra abulia o
mezquindad. Cuánto más los jóvenes, en estos tiempos inciertos en que la
bonanza económica sostenida —aun en medio de las cíclicas crisis— y la falta de
aprecio por el esfuerzo, han hecho de muchos de ellos eternos adolescentes,
incapacitados casi completamente para la hazaña del vivir diario, para la épica
de lo cotidiano, para el logro de la plenitud de su humanidad, con un sentido
deportivo de la existencia, personal y colectiva.
Urge mostrarles que la ejemplaridad de los
héroes de las canchas no es separable de su coherencia como seres humanos. Los
deportistas no son mejores que los demás porque participan en tal o cual acto
benéfico. No son sólo personas a quienes se exige una solidaridad genérica,
inexpresiva, que se actualiza a menudo por medio de una obligatoriedad
contractual que nada tiene de generosidad hecha vida. Mientras sigamos mirando
con ojos esperanzados a personajes que, a la postre, han sido transformados en
pretendidos profetas de una esquizofrenia práctica, deberemos arrostrar una y
otra vez el amargo sabor del fracaso, la triste evidencia del profundo
desencanto que hará presa en nosotros cada vez que se destapen las carencias de
este o aquel ídolo, otro héroe caído del panteón de los seres humanos
idolatrados, auténtica estirpe de Ícaro. Las vidas ejemplares lo son y lo serán
siempre en tanto que testigos vivos de una excelencia deseable y, lo que es más
importante, posible. La vida, como el deporte, es palestra donde aquilatar esa
excelencia que no clama tanto por su minuto de gloria a bombo y platillo,
cuanto por la continuidad en el esfuerzo. Esa tozuda perseverancia convierte en
plenamente lograda una existencia que cristaliza en el anonimato de la
cotidianeidad. Demos a nuestros jóvenes esa oportunidad, y llenémoslos así de
esperanza.
sábado, 28 de febrero de 2015
En la muerte de Michael Jackson: Idolatría vs. Mitología
Dicen que ha muerto el rey del
pop. Quizá debiéramos más bien pensar que quien ha muerto era, sencillamente,
un hombre. Y seguramente eso, para el propio Michael Jackson, era suficiente
tragedia. Su tránsito es una ocasión para remansar, en medio del caos
mediático, esta triste realidad: por qué y de qué siniestro modo hemos perdido en
Occidente la capacidad para contemplar en silencio reverente lo que significa
la muerte de un ser humano. Viéndonos actuar se diría que le hemos perdido el
respeto a la muerte; que ya no nos parece algo sagrado eso de que alguien que
estaba entre nosotros haya sido llamado desde el arcano de Dios. Quizá no
sabemos qué hacer con la muerte porque ya no sabemos qué hacer con la vida, con
el tiempo que nos ha sido dado. La muerte vale, para una civilización, lo que
pesa el oro que es cada momento, pues sólo quienes viven el tiempo como un don
se sienten impelidos a emplearlo con serena responsabilidad. Pues, al cabo, el
peso de la vida se mide en la balanza de la eternidad.
Ha muerto Michael Jackson y se multiplican los rumores, las noticias, los negocios necrófagos que intentan sacar tajada de su figura, como una perversa orgía cuya hora final sonará sólo por simple desgaste, por mera coyuntura informativa. Para algunos ha tañido la campana blasfema que anima a exprimir hasta el final la gallina de los huevos de oro, aquel ídolo de masas que, en gran parte, ha muerto víctima de sí mismo. Michael Jackson se transformó paulatinamente en un leviatán que, paradójica y tristemente, exigió un último sacrificio en el ara infame de la fama. Pero, llegada la hora del holocausto, se halló que la víctima no era ya propiciatoria, sino simplemente una macabra caricatura de sí mismo, deforme bufón para mofa del “dios entretenimiento” ante quien se postra el que llamamos, con estúpido orgullo, Primer Mundo. El leviatán ha concluido la lenta e inexorable transformación. El mito ha devenido ídolo, y el ídolo de barro se ha estrellado en el suelo, quebrándose en miles de añicos, de añicos irrecuperables, como un mosaico irisado de lágrimas.
La muerte de Michael Jackson es
un recordatorio. Nos pone de nuevo ante los ojos que el hombre no está hecho
para ser adorado, quizá aunque sólo sea porque, tan antiguo como el engaño del
padre de la mentira, cada vez que un “ídolo” muere resuena aquel mendaz «seréis
como dioses» que recoge el libro del Génesis. Pero he aquí la falacia en la que
vivimos atrapados: aunque seamos estirpe de Dios, no podemos ser como dioses
sino a través del reconocimiento del don y la acogida del misterio. Michael
Jackson engendró, quizá sin quererlo, un monstruo que tenía su misma
apariencia, pero que, hace más de quince años, ya no era él. Puede que en el
silencio de su enorme mansión —¿cómo puede un hombre habitar realmente, a la
medida humana, una casa de tal tamaño?— la pregunta que martillease su
conciencia tuviese más que ver con la tragedia íntima de su identidad personal
(¿quién soy?), ésa que susurra levemente acerca del sentido de la vida, que con
cifras récord de ventas, de conciertos, de seguidores, de reinados efímeros.
Michael Jackson ha muerto porque en el mismo momento en que fue transformado en
ídolo, fue escogido como víctima. Sin embargo él era un mito: es decir, su
persona nos recordaba que hay algo en nosotros que señala a una verdad que nos
trasciende, que desea creer, que anhela una eternidad y, ya en esta vida, Alguien
—no algo— a quien entregarse de un modo no provisional, sino permanente: de una
vez para siempre.
Michael
Jackson ha muerto. Cada vez que alguien muere suena la campana del silencio, la
que repica en la hora del silencio, de la plegaria por la recuperación del
sentido sagrado de la vida, del valor teleológico de cada persona, fin en sí
misma y valor infinito. Descanse en la paz y la misericordia de Dios.
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