Desde que ayer vi la final del Abierto de Australia, he estado dando vueltas a un pensamiento que tiene que ver con la paciencia, el tiempo, y la pervertida noción de "éxito" que se ha extendido, como una sombra sibilina y envenenada, hasta ocupar los recovecos y las más remotas esquinas de nuestro inconsciente. Dos jugadores del calibre de Federer y Nadal, dos estilos distintos, dos voluntades análogas. Un punto de apoyo común desde el que mover el mundo de su especialidad: la paciencia y una íntima convivencia con el paso del tiempo. Porque el paso del tiempo otorga perspectiva, conocimiento de sí, mesura, y ese intangible tan decisivo en el deporte y la vida: humildad. A lo largo de los últimos, digamos, treinta años, se ha ido imponiendo de manera exponencial una mentalidad del éxito a cualquier precio: la impaciencia como paradigma. Triunfar ya no es negociable a medio o largo plazo. El tiempo es vivido como escenario resbaladizo del instante.
El deportista que despunta gracias a su talento es proyectado —¡lanzado!— como un dardo que anhela el diez de la diana. De poco sirven las voces que aconsejan prudencia y paciencia: el aprendizaje paulatino de las habilidades, la automatización que sólo otorga la infinita repetición de los movimientos hasta que jugar a un deporte parece una segunda naturaleza, el recuerdo de algo que siempre se supo hacer. En el baloncesto, que de entre los deportes que me interesan es el escenario en que este erróneo modo de obrar se ha impuesto de manera más salvaje, hemos tenido en las últimas dos décadas ejemplos tristes de jugadores que han pasado de promesas fenomenales a estancamientos clamorosos. Juancho Hernangómez, jugador de los Denver Nuggets, es un caso triste de un chaval de veintiún años que se marcha a la NBA sin pensar que, aun siendo bueno, debería haber contado con la paciencia que "todo lo alcanza" para asentar su progresión y afianzar una candidatura a años vista, que le hubiese permitido desembarcar allá con los mimbres bien entrelazados. El propio Ricky Rubio es otro ejemplo de este parón evolutivo. En el otro extremo encuentro a Sergio Llull como el descarado de turno que disfruta de lo que hace desafiando las expectativas ciegas de los adoradores de lo efímero. Vivimos en un mundo "devoto de lo fútil e instantáneo" (Tolkien). 'I want it all, and I want it now', cantaba Queen. "Juventud, divino tesoro", cantaba el poeta. Prudencia, 'auriga virtutum', el Filósofo. Saquemos conclusiones.
El deportista que despunta gracias a su talento es proyectado —¡lanzado!— como un dardo que anhela el diez de la diana. De poco sirven las voces que aconsejan prudencia y paciencia: el aprendizaje paulatino de las habilidades, la automatización que sólo otorga la infinita repetición de los movimientos hasta que jugar a un deporte parece una segunda naturaleza, el recuerdo de algo que siempre se supo hacer. En el baloncesto, que de entre los deportes que me interesan es el escenario en que este erróneo modo de obrar se ha impuesto de manera más salvaje, hemos tenido en las últimas dos décadas ejemplos tristes de jugadores que han pasado de promesas fenomenales a estancamientos clamorosos. Juancho Hernangómez, jugador de los Denver Nuggets, es un caso triste de un chaval de veintiún años que se marcha a la NBA sin pensar que, aun siendo bueno, debería haber contado con la paciencia que "todo lo alcanza" para asentar su progresión y afianzar una candidatura a años vista, que le hubiese permitido desembarcar allá con los mimbres bien entrelazados. El propio Ricky Rubio es otro ejemplo de este parón evolutivo. En el otro extremo encuentro a Sergio Llull como el descarado de turno que disfruta de lo que hace desafiando las expectativas ciegas de los adoradores de lo efímero. Vivimos en un mundo "devoto de lo fútil e instantáneo" (Tolkien). 'I want it all, and I want it now', cantaba Queen. "Juventud, divino tesoro", cantaba el poeta. Prudencia, 'auriga virtutum', el Filósofo. Saquemos conclusiones.