miércoles, 24 de mayo de 2023

Racismo y frustración

Las reacciones que está desencadenando el "caso Vinicius" merecen, creo, cierta ponderación. No querría yo que estas líneas añadieran confusión a la cacofonía, pero deseo matizar algunas cosas.

Me llama la atención la actitud de los que chapoteando en estos lodos quieren absolver al futbolista, y prácticamente canonizarlo. Verbigracia, el presidente del Real Madrid. Y no seré yo quien diga que lo que le está sucediendo a Vinicius se lo ha ganado él solito. No creo que sea así. Pero tampoco considero que este futbolista sea del todo inocente. El comportamiento que cabe esperar de él no es el que demuestra las más de las veces. Sus gestos, el hecho mismo de encararse y responder a los imbéciles que lo insultan, su incapacidad para gestionar esa presión de otras maneras —que las hay—; todo eso, digo, se me antojan las llamas que alguien intentase apagar con gasolina.

Si ya de por sí demasiados de los que asisten a un partido de fútbol (o de baloncesto) tienen el gatillo fácil para desahogar toda su frustración con el árbitro y su familia, o con este entrenador o aquel jugador del equipo contrario, ¿no cabría pensar que el problema no es el racismo? Gritarle a un jugador negro esto o lo otro, o "moro", o lo que toque en cada triste momento, no es sólo ni principalmente racismo. Es la enésima demostración de que la masa se esconde dentro de sí, cobarde, para vomitar lo peor de cada uno desde el anonimato. El fútbol, el baloncesto, y no muchos más deportes —creo que esto sólo sucede en los de equipo— son el escenario para que la fauna desbocada saque lo peor de sí. Pero lo peor de sí es demostración de una profunda carencia de humanidad: es señal de una existencia frustrada en mayor o menor medida. Si el punto de fuga de alguien consiste en acudir a un estadio cada quince días —o menos, porque cada vez hay más fútbol—, y chillar su basura, entonces estamos ante un problema mucho más grave, mucho más de fondo, que el racismo o cualquier otra forma de intolerancia.

Por eso, no creo que debamos buscar la solución en medidas penales. Los castigos, por más que en este caso y otros análogos sean necesarios, nunca son correctivos. A los hechos me remito: Eto'o, Roberto Carlos, Alves... Y aquí seguimos, como quien quisiera sanar a un moribundo con tiritas. El hecho mismo de que un país que se considera avanzado vea crecer sin cesar el grosor de su código penal, debería ser señal más que evidente de que hay muchas cosas que no funcionan como deberían. Si unos tipos de entre diecinueve y veinticuatro años han ahorcado un muñeco en medio de una autopista, u otros han hecho tales gestos o han proferido insultos contra Vinicius, ¿de verdad la solución es el gran hermano, rebuscar en las imágenes al estúpido de turno? No lo creo. Obrar así llenará nuestros juzgados de indeseables —unos juzgados paralizados ahora por una huelga que pinta fea, y larga—, pero no aportará otro remedio que la postergación del problema. Porque no hay niño o adolescente que madure sin sentir de verdad el peso de una responsabilidad, de una obligación que cambie su manera de ser, y no sólo su modo de obrar por miedo a un castigo.

Lo que asusta más que todo esto, creo, es ver a hombres hechos y derechos acompañados de sus hijos o nietos, gritando como posesos, dando a entender con sus obras que portarse como un energúmeno es moneda de cambio con la que pagar el peaje que conlleva crecer.

Yo no tengo la solución a este problema, y no creo que sea fácil dar con una que sirva de verdad y de manera permanente. Seguiremos castigando, prohibiendo la entrada a ciertos estadios a un número amplio de homínidos con el neocórtex atrofiado por falta de uso, rebuscaremos en las imágenes a las bestias vociferantes, cargando a las cuentas del club de turno la barbarie de sus —qué término tan preciso— "hinchas"...

Pero no me parece del todo mal eso de suspender automáticamente el partido cuando suceda lo indeseable. Porque la masa fanática no soporta que le quiten su pan y su circo. Aunque, como suele ocurrir, paguen justos por pecadores.

lunes, 15 de mayo de 2023

Las soledades sonoras de Pedro Delgado

Pedro Delgado & Ainara Hernando Nieva, La soledad de Perico. Barcelona: Planeta, 2023

Tiene este libro la virtud de convertir la voz familiar de Pedro Delgado en un resonar constante de la nostalgia y la humildad, de los logros y la aceptación de las propias limitaciones, de la idiosincrasia de una época de la historia reciente de España en un momento bisagra de la evolución del ciclismo moderno.

Ainara Hernando pone por escrito los recuerdos (en el sentido etimológico: lo que vuelve a pasar por el corazón para ser ponderado) de un campeón que pudo haber alcanzado mayores metas, pero que no supo, o no pudo escapar de sí mismo. Con todo, queda la imagen de un hombre sencillo y fiel a su modo de entender la vida, el deporte y su propio papel en tal escenario, lo cual es muy de agradecer en estos tiempos de narcisismo cateto, de figurones de fuego artificial, de deporte 'fast food'.

Especial atención merece el retrato que construyen los autores de la madre de Delgado, y el epílogo final en el que queda condensado el espíritu de un ciclismo que ya no existe. Sin embargo, y a pesar de eso, no estamos ante las memorias de un melancólico, ni de un hombre que considere que cualquier tiempo pasado fue mejor. Este libro contiene las confesiones fragmentarias de un ser humano que ha hecho las paces consigo mismo, hasta donde tal cosa nos es permitida.

lunes, 1 de mayo de 2023

Buena Fortuna

Hernán Díaz, Fortuna: Barcelona, Anagrama 2023 (Trust: New York, Riverside Books 2022)

Esperaba más de esta obra notable tras haber leído el año pasado A lo lejos, primera novela del autor (In the distance, 2017). La razón de tal expectativa hundía sus raíces en mi gusto personal por la narrativa estadounidense contemporánea —la que arranca con Stephen Crane o Theodore Dreiser—, y en especial por la obra de Cormac McCarthy, Tobias Wolff, Richard Ford, Michael Bishop, Robert Olmstead o John Williams, entre otros. En la senda de los grandes narradores norteamericanos cuyo abuelo y mentor es Mark Twain, A lo lejos mostraba, en fondo y forma, una atractiva reinvención del wéstern, subgénero literario que resurge de manera paralela a los modos renovados en que, aproximadamente a partir de 1990, el cine ha regresado al territorio de la epopeya norteamericana por antonomasia. La narración en tercera persona era el vehículo preciso para otorgar al texto una fuerza descomunal, casi arquetípica en lo que se refiere a la delineación de temas de honda raigambre antropológica.

Fortuna 
es, pienso, un experimento literario. Debe ser leída como un rompecabezas. La novela está dividida en cuatro bloques, que constituyen la narración de manera acumulativa: cada parte completa y matiza la anterior como en un sutil juego de espejos, de suerte que en la mente del lector se va fraguando la visión completa del cuadro que Díaz construye, un retrato a la vez del microcosmos de los protagonistas, en el marco más general de la crisis económica de 1929. Como experimento narrativo al estilo de Henry James, William Faulkner o Wilkie Collins, la novela es consistente, y la narración avanza de manera eficaz. Está bien construida, aunque creo que hay ciertos desequilibrios propiciados, sobre todo, por los cambios en la voz narrativa. La narración completa no se resiente en exceso, pero los cambios de focalización lastran la fuerza dramática del conjunto.

De las cuatro partes que forman la novela me quedo con la primera, una novella por derecho propio que, en su brevedad, recuerda el tono intimista de esa obra maestra que es Stoner, de John Williams. Es curioso, aunque revelador, que en esta primera parte la narración sea desarrollada en tercera persona, quizá el tono que habría otorgado más fuerza y profundidad a la novela completa.

Pero también es muy posible que yo esté equivocado, y que me esté dando demasiadas ínfulas en esta reseña. Así pues, lector, trust your instinct.

martes, 24 de enero de 2023

Belleza áspera

Después de publicar en 2017 Tierra salvaje, Hermida Editores nos trajo en 2021 la traducción de otra novela de Robert Olmstead, Caballo negro carbón (Coal Black Horse, 2007). En 2022 apareció una tercera, Lejana estrella brillante, actualmente en proceso de adaptación a la gran pantalla. Parece una apuesta firme sobre un autor no sólo solvente, sino poseedor de una voz propia, tan rotunda y áspera como la tierra y el tiempo mismo en que enmarca sus narraciones.

Caballo negro carbón es un relato duro y hermoso, con ese aroma de las historias del maestro Cormac McCarthy —para mí, el mejor piropo que se puede dedicar a una novela en estos últimos años—. Sobre el telón de fondo de la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, y más en concreto de la terrible batalla de Gettysburg, Olmstead confecciona un relato iniciático —casi adánico— sobre los ciclos de la naturaleza, el sentido de la vida y la muerte, la evanescencia de la belleza y esa huidiza cualidad que posee la esperanza.

Hermida Editores publica perlas como esta. Ojo.

sábado, 7 de enero de 2023

Heroísmo y cotidianeidad

Noche del lunes 2 de enero de 2023. Monday Night Football. Juegan los Cincinnati Bengals contra los Buffalo Bills. Durante el primer cuarto se produce un brutal choque entre dos jugadores rivales, a resultas del cual el safety Damar Hamlin cae al suelo, inerte como un fardo. Se teme lo peor. El equipo médico corre en su auxilio, y la actuación inmediata de uno de los preparadores físicos del equipo, Denny Kellington, que le realiza una reanimación cardiopulmonar, permite —según se llega a saber después— que el jugador llegue vivo al hospital. Aunque en estado crítico, parece ser que esa acción ha sido clave para salvar la vida de Hamlin.

Durante los días siguientes los médicos emiten comunicados que resultan, poco a poco, más y más esperanzadores. A través de las redes sociales se propaga una cadena de oraciones y solidaridad con el jugador, su familia y el equipo. También con Tee Higgins, wide receiver de los Bengals, a quien los estúpidos de siempre culpan —desde el anonimato de siempre también— de haber causado el incidente al chocar contra el defensor y, por tanto, de ser el responsable potencial de la muerte de Hamlin, caso de producirse el terrible desenlace.

Bien. Hasta aquí los hechos.

A medida que han ido pasando los días, y de manera paralela a la mejoría inopinada del estado de salud del jugador de los Bills, ha crecido esa morbosa manía de escarbar en la actualidad para saciar la macabra sed de novedades ante las malas noticias, consumadas o no. Los medios informativos estadounidenses han desplegado la habitual cobertura omnipresente, con ese peculiar tipo de horror vacui tan característico del periodismo de tinte más o menos sensacionalista.

Es entonces cuando Denny Kellington comienza a ser tildado de “héroe” por los medios deportivos de su país, desde ESPN hasta la última cadena local. Es un héroe por haber salvado la vida de Hamlin. Es un héroe por haber mantenido la cabeza fría y haber actuado con rapidez. Es un héroe por haber hecho su trabajo bien y con diligencia.

Durante los momentos más duros de la pandemia tuvimos ocasión de ver este comportamiento colectivo, acrítico, que tildaba de heroico el trabajo de los profesionales de la salud. Lo hemos visto con los bomberos y con la policía. Lo vemos y lo veremos ante personas que hacen lo que tienen que hacer.

Sin embargo, al menos yo no los considero héroes por el hecho de realizar su trabajo. Lo verdaderamente heroico sucede en el ámbito de lo puntual, de la ocasión del todo excepcional. Para el que hace de manera habitual su trabajo de un modo excelente, el heroísmo no es tal: se trata tan solo del cumplimiento leal, honrado y diligente (del latín diligere, amar) de la obligación que uno ha escogido como forma de vida y de servicio a los demás. No es un héroe el repartidor, ni lo es la maestra; no lo son el juez ni tampoco el panadero, la médico, el obrero o la estudiante que se esfuerzan por dar lo mejor de sí. No son héroes los padres que viven su vida como tales: son personas normales asumiendo con responsabilidad las consecuencias de sus elecciones.

No sé si necesitamos héroes para estos tiempos romos, grises y desesperanzados. Es posible. O quizá ya no somos capaces de llamar por su nombre a lo que es —o debería ser— normal; es decir, adecuado a la norma. Para mí Denny Kellington no es un héroe. Es, sencillamente, un estupendo preparador físico capaz de hacer su trabajo en el momento preciso… con toda precisión. No será su heroísmo lo que asegure su futuro, sino su contrastada profesionalidad: la normalidad que alcanza el que hace de su deber un hábito. Sin aspavientos ni alharacas: con esa humildad que, en el decir de Cervantes, es la única verdad.