domingo, 17 de enero de 2021

El emperador desnudo

Es la historia de cierto arte contemporáneo (de algo que nos es vendido —literalmente— como arte) una tragicomedia. Tragedia porque corresponde a un grito angustioso del hombre en busca de sentido. Comedia porque a menudo el grito suena estentóreo, ridículo, cursi o, sencillamente, monstruoso.

No me gusta gran parte de lo que se ha dado en llamar "arte contemporáneo". La razón es sencilla: no calma, ni de lejos, el hambre y la sed que hay en mí de algo permanente, la esperanza de una verdad. No es ya la habitual ausencia de belleza, o el exceso de un no disimulado feísmo al que se rinde culto (qué interesante y reveladora paradoja), sino el simple carácter anecdótico de lo ofrecido como arte. La belleza como categoría estética ha sido desplazada (a golpes) por lo programático, por la denuncia, por la ideología. Ya no se nos ofrece la obra como espacio de silencio y contemplación, sino como campo de batalla.

En esta muerte dialéctica de la contemplación la primera víctima es la paz, tanto del artista como del espectador. La obra, incluso como mero artefacto, no es concebida como espacio de búsqueda de una verdad superior, de diálogo, sino que es erigida en ídolo autorreferencial. Y así, cada ocurrencia (a menudo grotesca) del último iluminado, cada performance, intervención o instalación con que se pretende golpear nuestra conciencia, nos deja a la inmensa mayoría (quizá es que somos una mayoría lerda, basta, insensible) sumidos en una actitud de indiferencia rayana en la burla. Es un golpe, sí, pero no tanto a nuestra conciencia, cuanto a nuestro sentido común.

Igual que a aquel chaval que, por niño, fue lo suficientemente sabio como para decir la verdad: que el emperador iba desnudo, y que todo lo que mostraba ante los atónitos ojos de sus súbditos como arte, era simple desnudez.