Entre
la Belleza Perdida y la Esperanza:
El
Existencialismo Cristiano de J.R.R. Tolkien
Las
interpretaciones de la simbología presente en la obra de John Ronald Reuel
Tolkien (1892-1973) suelen hacer un hincapié excesivo en su condición de
católico, construyendo una especie de lectura alegórica unívoca y apenas
elaborada. Cabe matizar el modo en que “lo cristiano” está presente en su obra,
asumido en la narración como la sal que da sabor al todo. Se trata de una
presencia callada, más por vía de ausencia, referencial o metafórica —y, por
eso, mucho más poderosa—, que de la obviedad de que adolece la alegoría. En
ella se manifiesta una voluntad de dominio por parte del autor, una visión
configurada a priori que coarta la libertad interpretativa del lector, y que
limita la potencialidad estética de la obra de arte.
Así
pues, una pregunta que se nos plantea como lectores es ésta: ¿cómo puede ser
cristiano un cosmos inventado en el que la divinidad no se ha revelado, ni
encarnado? ¿Cómo puede ser cristiana una mitología en la que no ha habido
redención? ¿No estaríamos más bien, ante un escenario radicalmente pagano?
Las
respuestas a estas perplejidades iniciales pueden ser resueltas en parte desde
la mirada sobre la realidad que caracteriza toda la obra de Tolkien. Desde la comprensión
del ser como don radical, la mirada que se posa sobre el mundo es sacra. El cosmos
es desplegado como un regalo digno de ser agradecido, diseñado ab initio para ser perfeccionado,
embellecido, llevado a su plenitud en conjunción con un designio benévolo. Tal
es el sentido del canto cosmogónico que abre El Silmarillion, el Ainulindalë.
En él, Ilúvatar propone un tema musical para su compleción con la ayuda de los
vástagos de su pensamiento, los Ainur. Ellos, criaturas libres, deberán arreglar
ese tema inicial de acuerdo con su sentir individual y con la comprensión de la
mente creadora primordial que les ha sido concedida. Disonancias y armonías
desembocan, así, en un grandioso tema final que asume rebeldías y fidelidad a
la mente primigenia, hasta que el mundo adquiere realidad ontológica por medio
de la palabra: “Eä!”, “¡hágase!”.
Por
tanto, en la mitología de Tolkien la creación ha sido hecha en y desde la
libertad, colaboradora o rebelde. Desde ese momento, cada uno de los pasos que
la divinidad da en la Tierra Media está condicionado por su voluntad de correr
el riesgo de la libertad de las criaturas. A los hombres se les concede el don
de la mortalidad; a los elfos —una raza de artistas puros— el de la
inmortalidad. Su tentación será, por eso, la del narcisismo y el afán de
posesión de las obras de sus manos: la cosificación de la belleza antes que su
contemplación y agradecimiento. Los hombres anhelan la inmortalidad, y llegan
al extremo de querer arrebatarla a los Poderes por la fuerza. Los elfos, entretanto,
se embarcan en luchas fratricidas por la posesión de las magníficas joyas
primigenias, mientras se debaten entre la melancolía y el tedio de verse atados
a los círculos del mundo, y la tristeza de sentirse desterrados de la visión
inicial.
En
la Tierra Media cada raza tiene su talón de Aquiles. La codicia o el odio, el
orgullo y el afán de dominio. Cada conflicto de libertades afecta al todo, y
finalmente el poder aboca al mundo a una batalla radical ante la amenaza
cósmica de la tiranía. El mundo inventado por Tolkien a partir de los idiomas y
su potencialidad de sentido es un auténtico teodrama,
escenificación de un designio amoroso que requiere, en anhelante esperanza, la
respuesta confiada de la criatura. Por
tanto, el quicio de este relato será la libertad. Y la libertad en un mundo
pagano no puede ser sentida sino como radical desafío existencial. Al no haber
promesa de una recompensa eterna, la conciencia del deber y la elección moral
se mueven en el ámbito del egoísmo, o bien del agradecimiento y del deseo de
que las propias obras sean dignas del recuerdo, de perpetuarse en la memoria
agradecida a través de las generaciones. El recuerdo es la alabanza del corazón
que se goza en la belleza del don acogido y preservado. Audacia y humildad son
virtudes cardinales en este mundo heroico, donde las criaturas no son pasiones inútiles y vacuas, sino criaturas en busca de sentido entre los ecos de una
llamada primordial.
La
historia completa de la Tierra Media se desarrolla como una dialógica ente
individuo y gracia oculta. La muerte es el listón contra el que todos los
personajes deben medirse. La muerte, a la que Tolkien se enfrentó ya siendo niño,
otorga volumen y perspectiva a la peripecia, al sentido narrativo del todo.
Muerto su padre cuando él contaba cuatro años, y su madre ocho años después, la
estrecha y temprana convivencia con la muerte grabó a fuego en el joven Tolkien
la certeza de que la vida es “encontrar y perder”, y que la batalla de la
existencia es la de la preservación de la belleza, frágil y siempre amenazada.
Lejos de convertirse en un pesimista tras su experiencia en las trincheras de
la Gran Guerra, Tolkien vivió con la conciencia de que ante la vida cabe el
realismo peculiar de la esperanza, la conciencia cierta de una salvación que ha
sido dada del todo y para siempre. Las lágrimas conviven de hecho con un
profundo e inefable gozo.
Sus
personajes habitan este escenario entre el anhelo de permanecer y la certeza de
la marcha definitiva. La historia completa de la Tierra Media es la de “una
progresiva decadencia” (Cartas de J.R.R.
Tolkien, n. 195). Así, Bilbo Bolsón se debate entre su deseo de disfrutar
una vida extraordinariamente larga y ser “feliz durante el resto de sus días”,
y la comprobación de que el Anillo y su sombra amenazan ese lícito deseo de su
corazón. Su dedicación a conservar los poemas y el folclore élfico, y las demás
tradiciones que se preservan en Rivendel, es vivido en la ansiedad de la
destrucción y el olvido. Frodo debe tomar una decisión radical desde su
libertad, consciente de no ser especial, y confiando en que una providencia
escondida cuidará de él y del bien cósmico más allá, incluso, de su propia
voluntad quebradiza.
En
el momento cumbre de la batalla del Anillo, esa voluntad benévola, esa
providencia escondida, resonará como un tañido alto y prístino, salvando al
Portador como recompensa inmerecida: pues la misericordia de Bilbo y Frodo
hacia Gollum es premiada en el momento culminante. Frodo es perdonado porque
fue compasivo. Y así, la coda final de El
Señor de los Anillos es la de la despedida de todas las cosas, mientras el
recuerdo de una belleza salvada es contenido en un abrazo que perdura en la
memoria de generaciones futuras, mientras el mal toma nueva forma. La amenaza
continua requerirá nuevas respuestas desde la libertad radical en la existencia
personal, individual, de cada nueva generación por venir en el curso del
tiempo, en el río de la vida, en el eviterno retorno de la sombra en este mundo
en perpetuo contraluz.