"Pues bien, Cristiano Ronaldo (CR para los deportivos), acusado de cuatro delitos fiscales, tiene ante sí dos caminos de redención, uno seguro y otro arriesgado. Despojado el caso de los pífanos mediáticos, que en este caso suenan con especial intensidad, el jugador del Real Madrid puede —y seguramente es lo que hará— declararse culpable, pagar los 14,7 millones que Hacienda le reclama (y no como demostración de buena voluntad, sino porque es lo que establece el protocolo de arrepentimiento en el Código Penal), colaborar en todo en el esclarecimiento del presunto montaje construido sobre cesiones fingidas de derechos a la sociedad de las Islas Vírgenes, con una sociedad irlandesa que cobra de los anunciantes más una cuenta en Suiza y acogerse a la clemencia del tribunal. El segundo camino, una senda tenebrosa, es presentarse en el tribunal, defender su inocencia sobre el supuesto de que no hubo conducta dolosa, arrostrar el riesgo de que el juez no rebaje un solo grado de las penas solicitadas (si considera que es culpable) y acabar en la cárcel (...).", Jesús Mota, El País, 23 de junio de 2017.
El artículo continúa, sin desperdicio. Es más que posible que su lectura convierta en superflua la de esta entrada en mi blog si lo que el lector desea se ciñe al caso Ronaldo. Sin embargo, como mi reflexión va más allá del presente continuo de este futbolista, no quiero dejar de lado una consideración: su reacción, más allá de ser la enésima muestra de un infantilismo narcisista (perdonen la redundancia) ciertamente cargante y enfermizo, la rabietilla de una persona que está convencida de estar por encima de todo, es también muestra de una actitud que se ha convertido en endémica en estos tiempos de choriceo en expansión que nos ha tocado vivir; a saber: la huida hacia adelante.
De unos años a esta parte, y de forma exponencial, ha cristalizado un (pat)ético código de actuación por parte de políticos y estafadores (perdonen, de nuevo, la redundancia), deportistas, especuladores y otras especies, que formularé como sigue: si te pillan, niégalo todo, sea fraude o malversación, sea dopaje o amaño de partidos. Tú no sabes, no recuerdas, no sabrías precisar. La presunción de inocencia es un principio jurídico penal, eco del sabio, prudente in dubio pro reo que nos ecualiza (permítaseme la licencia semántica) como seres humanos: todos somos sospechosos habituales de una mayor o menor mediocridad. Así pues, mientras no sea demostrada la culpabilidad, la ley ampara nuestra inocencia. Pero la falaz auto-presunción de inocencia es, ¡ay!, un presuntuoso acto de rebeldía que, más allá del fuero interno de cada uno, de puertas afuera se despliega como el acta de defunción de la honestidad, la sucia mortaja de la honradez, la penúltima oportunidad, quizá, de conservar aquella inocencia con que en el inicio del camino éramos capaces de decir, con llana sencillez: "he sido yo". Negarlo todo es defenestrar la pureza, arrojarla al retrete de esa derrota que se llama cinismo.
Cristiano Ronaldo me trae a la memoria (sé que es una imagen habitual en mi imaginario argumentativo, tercera redundancia) el cuento del emperador desnudo. La megalomanía alimentada por los carroñeros de la "prensa deportiva" (¡ja!) ha engordado su ego (sólo comparable al de LeBron James) hasta amenazar con hacerlo implotar: hasta que se dé cuenta de que no es querido porque la admiración sólo se otorga en plenitud a aquello que se presenta con la simplicidad del don. Porque, ¿qué tenemos que no hayamos recibido? ¿Qué, que no sea pura gracia, gratis datum, es decir, donum, don, regalo?
Nada nos debemos a nosotros mismos si no es la obligación más o menos gustosa de repartir a mansalva lo que hemos recibido. No el dinero, no esto o aquello. No. La repartición es la donación de eso que los yanquis llaman el self: lo más íntimo del yo, el reducto que consideramos El Álamo de nuestro ser. También eso. Resistirse a llegar a esa desnudez es condenarse a transitar un polvoriento atajo hacia una triste tierra de nadie vigilada por ominosos carontes, donde resuena el eco de una maldición. La maldición se llama desesperanza, y traza en el rostro la cínica mueca (la cicatriz grabada a fuego) de una sonrisa desvaída, de una altanera ignorancia abocada al olvido.