Acabo de terminar la lectura del libro de Roland Lazenby, Michael Jordan. La biografía definitiva (título original Michael Jordan: the Life). La obra fue publicada en 2014 en Estados Unidos, y en 2020 en España, donde ha alcanzado ya su segunda edición, lo cual es muestra más que evidente del interés que sigue despertando la figura del jugador que, entre otros logros, consiguió cambiar el baloncesto para siempre. Ahí es nada.
Se trata de una biografía que esquiva el habitual riesgo de este tipo de ensayos, a saber: convertirse en hagiografía del biografiado o, por el contrario, en juicio sumarísimo. En ambos casos la parcialidad en uno u otro sentido suele llevarse por delante el retrato equilibrado que el lector espera y merece encontrar. Lazenby ha manejado una bibliografía abundante y muy detallada, así como multitud de fuentes audiovisuales para retratar una de las vidas más públicamente omnipresentes en la historia reciente. El resultado no sólo es solvente, sino —me atrevo a afirmar— bastante ajustado a la realidad.¿Cómo puedo afirmar algo así con tal rotundidad? Bueno, yo vi jugar a Michael Jordan. Y fui testigo del modo en que evolucionó como jugador total a partir de 1982 y, poco después, en los Juegos Olímpicos de 1984, a lo largo de una fulgurante carreta de casi quince años en la NBA, hasta su retirada como jugador de los Washington Wizards en 2003. La fascinación que me causó en mis años adolescentes, y la confirmación exponencial de su talento y capacidad únicas, lo convirtió a mis ojos en el epítome de lo que debía ser el jugador de baloncesto perfecto.
Sin embargo, su creciente popularidad y la enorme presión que genera estar siempre en el centro del escenario, la expectativa que incluso su carisma extendía a su paso, dio lugar a un lógico desequilibrio entre la realidad de Jordan, el ser humano, y Jordan el mito.
Ahí es donde el bisturí de Lazenby actúa con exquisita precisión, mostrando sin juzgar los profundos claroscuros de la vida del fenómeno: su mezquindad y desprecio hacia quienes no estaban a la altura de sus expectativas, su vida embarrada en las apuestas, el juego y los excesos, su carácter despótico e irreverente disfrazado de competitividad insaciable. Michael Jordan ha sido el mejor jugador de la historia del baloncesto, y nunca habrá otro como él. Pero, al menos durante los años de su apogeo, fue un hombre difícilmente soportable, engullido por su propia leyenda. Los atenuantes, como es lógico, existen: Jordan vivía devorando su propio mito, en una especie de proceso de autodestrucción imparable que hundía sus raíces en su carácter competitivo, en la necesidad de estar demostrando y demostrándose que era capaz de doblegar a cualquier competidor... incluso a sí mismo.
Para quienes quieran conocer en profundidad al famoso número 23 de los Bulls, no se me ocurre mejor recomendación que la lectura de esta biografía, complementada con el documental producido por Netflix, "El último baile".
La ponderación de este caso único de fama e infamia confirma, una vez más, mi convicción de que no está hecho el ser humano para la mitificación y la celebridad. Y la incesantemente renovada búsqueda de ídolos a los que adorar es una prueba más, trágica como la vida misma, de que estamos hechos para el infinito. Demasiado desafío para los simples mortales "destinados a morir".