Nosce
teipsum: conócete a ti mismo. Tal era la leyenda (del latín legenda, lo que había de ser leído) grabada
en el dintel de entrada al oráculo de Delfos. Y, puesto que no fue creado el
ser humano para ser adorado como un dios, quizá ni siquiera como un héroe, toda
magnificación del yo corre el riesgo de caer en la ampulosa vanidad de
considerarse elegido por cualquier deidad pagana —uno mismo, por ejemplo—, y
perder así la senda de la sabiduría que, en el decir de Cervantes, es la de la
humildad (cfr Coloquio de los perros,
una de sus Novelas Ejemplares).
A medida que esta marea de estulticia avanza de la pegajosa
mano de la Modernidad, como un irrefrenable tsunami, tanto más imprescindible
se revela esto que los cultos llaman un “cambio de paradigma”. Pues tal es el
sentido de las cosas: el silencio creador, la conciencia de que somos lo que
somos (ni más, ni menos), y que nuestro auténtico valor es pesado en una
balanza por el único que puede discernir con verdad y justicia: con terrible
misericordia, a partes iguales. Este cambio de paradigma debería apuntar, en
opinión de quien esto escribe, a una ralentización de la vida, a un
enseñoramiento del silencio interior, y a una revisión del lugar del yo en el
conjunto.
Vivimos en un mundo que se adentra a toda velocidad en la
negación de la búsqueda paciente de la perspectiva. Lo que sucede es sustituido
ipso facto por lo que acaba de
suceder que, a su vez, ya es pasado; de suerte que lo que viene a sustituir a lo anterior ha sido hecho
sinónimo de progreso, y al no haber espacio ni tiempo para la ponderación, todo
lo que de valioso posee cualquier tradición ha sido proscrito como obsoleto.
Esta envenenada vorágine nos roba lo más importante: la valoración serena del
sentido, que es hija primogénita de la prudencia.
¿Por qué este largo proemio en una reflexión sobre un
deportista? Me explico. Pienso hace años que Kobe Bryant, a quien he seguido
desde su debú en 1996, gastó su larga vida deportiva tratando de emular a Michael
Jordan: lograr las mismas hazañas, copiar su estilo de juego y hasta el más
mínimo de sus movimientos, batir sus récords. No se dio cuenta de que, como
jugador de baloncesto, era extraordinario por méritos propios. Pero en una NBA
cada vez más volcada en el instante sin perspectiva, repletas las canchas de egos
demenciales y de aspirantes a serlo (a excepción de ese milagro llamado San Antonio Spurs y, más recientemente, Golden
State Warriors, o aquí y allá alguna más que honrosa excepción), Bryant pasó a
engrosar esa lista de talentosos jugadores obsesionados por la meta (el espejismo)
de ser el siguiente MJ.
Tampoco asumió que esos méritos eran fruto de
un talento recibido, y que no cabe envanecerse (ni por exceso ni por defecto,
que es otra forma bastarda de orgullo) por los regalos que nos adornan ‘de
fábrica’. ¿Anula esta afirmación el valor de su esfuerzo por mejorar y hacer de
ese talento algo creciente? Creo que no. Pero pienso también que, puesto que la
excelencia en el deporte no es sólo una téchné
sino, sobre todo, un arte, la elevación de un deportista a la categoría de
“grande”, “único”, “leyenda” o “mito”, exige una valoración de esos
imponderables que, por no estar de moda desde la década de 1990, completan el
retrato del deportista como un todo: un ser humano que practica una disciplina,
que se mejora en su ejercicio como tal, y que es capaz de hacer mejores a los
demás por medio de la elaborada ejecución de su talento. Pues sólo es artista
quien pone su saber hacer al servicio del engrandecimiento de cada otro.
Pero la disciplina a que me refiero no está hecha sólo ni
principalmente de entrenamiento, aunque es parte decisiva en la senda de la
progresión, según aquello de san Agustín:
Si dices basta, estás perdido. Añade
siempre, camina siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no
retrocedas, no te desvíes. Se para el que no avanza; retrocede el que vuelve a
pensar en el punto de salida, se desvía el que apostata. Es mejor el cojo que
anda por el camino que el que corre fuera del camino. Examínate y no te
contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que no eres. Porque en el
instante que te complazcas contigo mismo, te habrás parado.
El mundo del deporte profesional es, como Hollywood, campo
sembrado de minas para el sentido común y la mesura, ingredientes básicos en la
receta de la felicidad. Kobe Bryant ha vivido toda su trayectoria deportiva en
ambos lugares, rodeado de toda la vanidad, la desmedida ambición y la simple
estupidez humana que te susurra al oído sin cesar: “eres extraordinario”. Pero,
en el decir de Manuel Vicent,
[l]a cuestión es asumir la vida como una
conquista diaria sin que te ofusque la gloria del pasado ni te haga olvidar el
futuro. Saber defender, saber encestar sin canasta, esta es la lección. Hoy,
cuando el deporte de élite está gobernado por el dinero y cada palco de estadio
parece una cueva de forajidos, cuando el destino del atleta consiste en llevar
una marca de zapatillas a la meta, cuando la sed del vencedor sólo se aplaca
con el anuncio de un refresco, es admirable (...)
ver otros modos de obrar, otra maneras de madurar. La de
Vince Carter, por ejemplo: un veterano a punto de cumplir los cuarenta, jugador
extraordinario y un atleta portentoso que, de equipo en equipo, ha sabido asumir que la vida pasa,
que el papel del elegido es a medio y, sobre todo, a largo plazo, convertirse
en mentor y maestro por la vía de la humildad.
Nada de esto he percibido en Bryant. Siempre soberbio, habitualmente
centrando la atención en sus disputas con O’Neal (otro que tal), en acaparar
todos los focos, en despreciar al rookie
de turno o en humillarlo en los entrenamientos hasta esta última temporada.
Cuando estaba Jordan porque estaba. Cuando se fue, porque
estaban LeBron James y alguno más. Siempre a la caza del cetro, siempre persiguiendo
la gloria de otro. Números asombrosos jalonaron su carrera y lo acompañarán
siempre. Será un ‘Hall of Famer’, por supuesto (un museo humano en que abundan
los egos), y habrá vendido camisetas hasta del Barça. Estupendo. ¿Y?
Para quien esto escribe, un enamorado del Baloncesto desde
los diez años, la figura (la esfinge) de Kobe Bryant se irá empequeñeciendo a medida
que el Tiempo que todo lo barre, y que coloca cada cosa, persona y
acontecimiento en la adecuada perspectiva, transcurra hacia otras costas y
orillas en las que, así lo espero, el ego deje paso a una dialógica del
nosotros, sin golpes en el pecho ni miradas cargadas de adrenalina y desafío al
rival. Pues, no en vano, el basket es y será un deporte de equipo.
Spurs y Warriors siguen espoleando y dando la batalla, respectivamente, gritando con esa alegría carente de aspavientos a la estirpe de Kobe, que menos es más: a Westbrook y Durant (¡qué decepción!) en Oklahoma, revelador estado de los tornados que todo lo arrasan y nada dejan en el recuerdo; a LeBron y otras tantas liebres despectivas de toda tortuga, sedientas de oropeles, perseguidores de sombras y coronas marchitas.