Durante estas semanas he avanzado bastante —al punto de
tener su final en el horizonte cercano—, en una serie que considero fascinante: "House of Cards". Como alguien para quien "The West Wing"
no es sólo su serie favorita, sino la mejor serie de siete temporadas que se ha
realizado hasta la fecha, no puedo dejar de admirarme al considerar ambas obras
de arte como las dos caras de esa tristemente cínica moneda que es la política.
Sin embargo, mientras que la visión del ala oeste que nos
ofreció Aaron Sorkin era maniquea sólo en apariencia —cualquiera que la haya
visto recordará los errores y demás miserias cometidas por Joshia Bartlet y su
gabinete—, pues en ella resplandecía la vieja definición de la política como
«el arte de lo posible», en "House of Cards" tenemos a los
aventajados discípulos de Maquiavelo orquestando el caos y manejando los
oscuros hilos del alma humana al servicio del poder y la autodestrucción.
Resuena en los pasillos de esa Casa Blanca —qué irónico adjetivo, ¿verdad?— el
eco de aquella afirmación de Lord Acton: que «el poder corrompe, y el poder
absoluto corrompe absolutamente». La verdad de esta máxima se ha enseñoreado de
lo que hoy llamamos "democracia"... «Perdonen que no me levante», que
diría el maravilloso Groucho Marx.
Sin duda una obra mayor —con ese genial recurso narrativo y
dramático a la ruptura de la cuarta pared—, "House of Cards" nos
deja, un capítulo tras otro, la amarga y triste sensación de que la realidad
superará a la ficción, una vez más y siempre.
Para desgracia de todos.