En
una entrevista concedida al diario The
Guardian en 2011, el célebre astrofísico Stephen Hawking negaba rotundamente la existencia
de toda sombra de Más Allá, Cielo o destino ultraterreno. Para ello empleaba la
descalificación que para él incluye el atributo “cuento de hadas”. En otras
palabras, el Cielo es lo que el lenguaje cotidiano ha canonizado como uno de
los significados de mito: una
mentira, simple superchería.
Nuestra época es heredera directa de
un modo de mirar el mundo con ojos chatos. La miopía consiste en dar por
sentado que lo cotidiano es un “hecho” y, por tanto, algo incontestable: el
“hecho” está ahí, y de su evidencia no se puede dudar mientras tengamos la
garantía que nos proporciona un conocimiento cimentado en los métodos de la
ciencia empírica. Existe un racionalismo radical que toma por rasero de lo
“real” la categorización que procede de las ciencias experimentales. Y así, la
convicción de que lo que no podemos percibir por nuestros sentidos carece de
entidad y, más allá, es “mera fantasía”, se ha aposentado firme y engreídamente
en el inconsciente colectivo. “No me cuentes cuentos” (chinos o no), o “la
existencia de los ángeles es un mito” (es decir, una burda mentira), son
muestras de un anatema —pues todo dogmatismo tiene su inquisición— que tilda de
supersticioso al que cree que exista un plus, un más allá de lo que está (o
parece estar) más acá.
El hecho de que una persona del calibre intelectual de Hawking —catedrático de Física y Matemáticas Aplicadas en Cambridge, y titular de un largo elenco de distinciones— crea firmemente (pues así creen los incrédulos ortodoxos: con fe inquebrantable) que el Cielo es una mentira, revela la pérdida progresiva de la inocencia y el asombro como puntos de arranque no ya de todo filosofar, sino del acto mismo de mirar el mundo. Asomarse a la realidad desde el acostumbramiento pervierte lo cotidiano en rutinario y, así, lo milagroso queda reducido a un dato que se da por supuesto: a algo que ya está garantizado. Sin embargo, el “hecho” de que el sol salga mañana —prescindiendo de la formulación exacta que requeriría la explicación “científica” de ese fenómeno—, no es algo que esté garantizado por nada ni por nadie. Se trata de un “hecho” acerca del cual la simple repetición no levanta acta: no es capaz de certificarlo —de confirmarlo como cierto—. El milagro, sencilla y llanamente, no es que salga el sol, sino que haya sol; y que un ser ínfimo en un minúsculo planeta lo pueda contemplar. Pero si todo milagro es un don, un regalo en el que podemos percibir que todo lo que es —más incluso: que el mero hecho de que haya ser, y no la nada— es fruto de un exceso, y que por eso mismo es inmerecido, lo lógico sería imitar al Principito y contemplar la puesta de sol cuarenta veces cada atardecer. De este modo se dan las gracias en la lógica del exceso; pues toda belleza ha sido entregada para ser disfrutada.
Al afirmar que el Cielo es un cuento
de hadas, Hawking quería decir, imagino, que se trata de una mentira, de
palabras bonitas (y vacuas) para expresar un miedo a la aniquilación, a lo
desconocido, a la Oscuridad definitiva. Sin embargo, lo que Hawking llama “cuento”
(con hadas o sin ellas), no es sino la huella del modo en que el ser humano se
ha acercado a la esencia de la verdad desde el arcano de los tiempos. Porque todo
buen cuento re-lata, es decir, vuelve
a hacer presente un sentido de maravilla, de atávico asombro, que testifica que
todo es don; que existe una verdad más allá de nuestro entendimiento, por
avanzado, exacto y “científico” que éste pueda llegar a ser. El Cielo es verdad
precisamente porque es el Mito por
excelencia.
En ese sentido, entonces, lo que llamamos
sobrenatural sería lo más natural del
mundo: Dios, el cielo, los ángeles (y hasta las hadas) no son sino las formas
en que el misterio y el exceso del don nos han sido entregadas. El lenguaje
hermoso y los mitos son esa gramática mítica —en expresión de Tolkien— con la
que contar, o más exactamente, dar cuenta
de lo primigenio. Y lo primigenio es que, por más que nos pese, no somos
autosuficientes, y nuestra razón no puede soportar el peso de tanta verdad como
la que contiene un relato apasionante. Hemos cometido un error lógico: perder
el sentido común de mirar el mundo con los ojos de los primeros habitantes de
esta tierra, y hemos aspirado a poseerlo encerrándolo en nuestras pobres y
pequeñas cabecitas, como si el milagro pudiese prescindir de la colaboración
voluntaria de cada uno: de eso que llamamos fe, y que no es sino la permanencia
de la infinita sabiduría del niño que todos fuimos; que también Stephen Hawking
fue.
Para alguien acostumbrado a mirar
las estrellas, quizá, la contemplación del cosmos como don milagroso podría ser
un primer paso hacia una suerte de voluntaria suspensión de la incredulidad.
Más allá, sólo el don abrazado libremente es capaz de transformar la mirada en
el asombro del niño, el único realmente Sabio: porque el niño es capaz de
quedar, una y otra vez, en-cantado,
incorporado al canto eterno que resuena como el eco de una risa atronadora y alegre.
¿Cuentos de hadas? Por supuesto que sí: relatos acerca de una certeza prestada,
que nos reincorporan a la Música arcana que no cesa de adquirir nuevas
cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos, y la
clave en que fue compuesta se llama esperanza.