Dicen que ha muerto el rey del
pop. Quizá debiéramos más bien pensar que quien ha muerto era, sencillamente,
un hombre. Y seguramente eso, para el propio Michael Jackson, era suficiente
tragedia. Su tránsito es una ocasión para remansar, en medio del caos
mediático, esta triste realidad: por qué y de qué siniestro modo hemos perdido en
Occidente la capacidad para contemplar en silencio reverente lo que significa
la muerte de un ser humano. Viéndonos actuar se diría que le hemos perdido el
respeto a la muerte; que ya no nos parece algo sagrado eso de que alguien que
estaba entre nosotros haya sido llamado desde el arcano de Dios. Quizá no
sabemos qué hacer con la muerte porque ya no sabemos qué hacer con la vida, con
el tiempo que nos ha sido dado. La muerte vale, para una civilización, lo que
pesa el oro que es cada momento, pues sólo quienes viven el tiempo como un don
se sienten impelidos a emplearlo con serena responsabilidad. Pues, al cabo, el
peso de la vida se mide en la balanza de la eternidad.
Ha muerto Michael Jackson y se multiplican los rumores, las noticias, los negocios necrófagos que intentan sacar tajada de su figura, como una perversa orgía cuya hora final sonará sólo por simple desgaste, por mera coyuntura informativa. Para algunos ha tañido la campana blasfema que anima a exprimir hasta el final la gallina de los huevos de oro, aquel ídolo de masas que, en gran parte, ha muerto víctima de sí mismo. Michael Jackson se transformó paulatinamente en un leviatán que, paradójica y tristemente, exigió un último sacrificio en el ara infame de la fama. Pero, llegada la hora del holocausto, se halló que la víctima no era ya propiciatoria, sino simplemente una macabra caricatura de sí mismo, deforme bufón para mofa del “dios entretenimiento” ante quien se postra el que llamamos, con estúpido orgullo, Primer Mundo. El leviatán ha concluido la lenta e inexorable transformación. El mito ha devenido ídolo, y el ídolo de barro se ha estrellado en el suelo, quebrándose en miles de añicos, de añicos irrecuperables, como un mosaico irisado de lágrimas.
La muerte de Michael Jackson es
un recordatorio. Nos pone de nuevo ante los ojos que el hombre no está hecho
para ser adorado, quizá aunque sólo sea porque, tan antiguo como el engaño del
padre de la mentira, cada vez que un “ídolo” muere resuena aquel mendaz «seréis
como dioses» que recoge el libro del Génesis. Pero he aquí la falacia en la que
vivimos atrapados: aunque seamos estirpe de Dios, no podemos ser como dioses
sino a través del reconocimiento del don y la acogida del misterio. Michael
Jackson engendró, quizá sin quererlo, un monstruo que tenía su misma
apariencia, pero que, hace más de quince años, ya no era él. Puede que en el
silencio de su enorme mansión —¿cómo puede un hombre habitar realmente, a la
medida humana, una casa de tal tamaño?— la pregunta que martillease su
conciencia tuviese más que ver con la tragedia íntima de su identidad personal
(¿quién soy?), ésa que susurra levemente acerca del sentido de la vida, que con
cifras récord de ventas, de conciertos, de seguidores, de reinados efímeros.
Michael Jackson ha muerto porque en el mismo momento en que fue transformado en
ídolo, fue escogido como víctima. Sin embargo él era un mito: es decir, su
persona nos recordaba que hay algo en nosotros que señala a una verdad que nos
trasciende, que desea creer, que anhela una eternidad y, ya en esta vida, Alguien
—no algo— a quien entregarse de un modo no provisional, sino permanente: de una
vez para siempre.
Michael
Jackson ha muerto. Cada vez que alguien muere suena la campana del silencio, la
que repica en la hora del silencio, de la plegaria por la recuperación del
sentido sagrado de la vida, del valor teleológico de cada persona, fin en sí
misma y valor infinito. Descanse en la paz y la misericordia de Dios.