Hace tiempo, leí con asombro en un diario
deportivo de considerable tirada —lo cual es, por méritos propios, tema de
importancia más que justificada para otro día y otra reflexión—, la
equiparación que se hacía de Rafael Nadal y Valentino Rossi como «dos
grandes ejemplos para los más jóvenes». La sola lectura de ese titular provocó
en mí un automático desacuerdo. La razón de mi divergencia no radicaba en la
más que evidente inadecuación entre los dos términos de la comparación, sino
—sobre todo— en el olvido en que incurría el columnista al obviar que no
cabe proponer como ejemplo «para los más jóvenes» —pero tampoco para los
adultos, para los maduros e incluso para aquellos que, por ancianos, se
pueden llamar ya sabios— a un hombre cuyo modo de competir es y ha sido
casi siempre maquiavélico, que no ha dudado en atropellar las normas del fair-play cuando se trataba
de lograr la victoria —que se lo pregunten a Sete Gibernau—, o que
defraudó al fisco de su país una millonada sin el más mínimo rubor durante
varios años. ¿Es ése el ejemplo que deben tomar «los más jóvenes»? No creo que
Valentino Rossi, a pesar de su extraordinario palmarés, merezca un lugar junto
a atletas del calibre de Miguel Induráin, Rafael Nadal o Manel Estiarte,
como personas que recibieron en su día la distinción con que ese diario ha
señalado a algunos de los mejores deportistas contemporáneos.
Al decir esto no estoy llevando a cabo
una evaluación moral según la mayor, menor o nula ejemplaridad de las vidas y
hechos personales de esos deportistas. No soy juez de nadie. Mi reflexión gira
más bien, a partir de este ejemplo, en torno a la creciente proporción de
menores que se enfrentan a penas más o menos graves a causa de su desafío
habitual de la justicia, y cuyos ejemplos vitales son, a menudo, deportistas
idolatrados no tanto por sus hazañas cuanto por la exacerbación mediática que
los convierte automáticamente en objetos de culto. Esa idolatría tiene su base
en una mentalidad general, más ampliamente extendida de lo que nos atrevemos a
reconocer, que ha canonizado como uno de sus valores supremos el triunfo. Casi
siempre, en la práctica —y como no podía ser de otro modo—, el triunfo como
meta única. La propuesta de Rossi como paradigma, ¿no pone acaso de manifiesto
la esquizofrenia de proponer como ejemplares las vidas de ciertos triunfadores
que, sin embargo, han mostrado ser repetidas veces personas muy mediocres,
o incluso mezquinas? Pienso que la honradez de vida —en su más amplio sentido—
y las gestas deportivas, forman una indisoluble unidad, porque el
hombre es un ser unitario, y su obrar deriva necesariamente de su concreto modo
de ser. Si el listón para ser distinguido con un premio se coloca tan bajo, ¿no
estaremos enviando un mensaje equívoco, según el cual el respeto al rival y la
justicia están muy por debajo de la importancia del triunfo a cualquier
precio?
Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos
la presencia y el aliento de vidas ejemplares a nuestro alrededor, en el
sentido más amplio de la expresión; de vidas que nos sirvan de pauta, ánimo y
estímulo; o, siquiera, como espejos donde contemplar nuestra abulia o
mezquindad. Cuánto más los jóvenes, en estos tiempos inciertos en que la
bonanza económica sostenida —aun en medio de las cíclicas crisis— y la falta de
aprecio por el esfuerzo, han hecho de muchos de ellos eternos adolescentes,
incapacitados casi completamente para la hazaña del vivir diario, para la épica
de lo cotidiano, para el logro de la plenitud de su humanidad, con un sentido
deportivo de la existencia, personal y colectiva.
Urge mostrarles que la ejemplaridad de los
héroes de las canchas no es separable de su coherencia como seres humanos. Los
deportistas no son mejores que los demás porque participan en tal o cual acto
benéfico. No son sólo personas a quienes se exige una solidaridad genérica,
inexpresiva, que se actualiza a menudo por medio de una obligatoriedad
contractual que nada tiene de generosidad hecha vida. Mientras sigamos mirando
con ojos esperanzados a personajes que, a la postre, han sido transformados en
pretendidos profetas de una esquizofrenia práctica, deberemos arrostrar una y
otra vez el amargo sabor del fracaso, la triste evidencia del profundo
desencanto que hará presa en nosotros cada vez que se destapen las carencias de
este o aquel ídolo, otro héroe caído del panteón de los seres humanos
idolatrados, auténtica estirpe de Ícaro. Las vidas ejemplares lo son y lo serán
siempre en tanto que testigos vivos de una excelencia deseable y, lo que es más
importante, posible. La vida, como el deporte, es palestra donde aquilatar esa
excelencia que no clama tanto por su minuto de gloria a bombo y platillo,
cuanto por la continuidad en el esfuerzo. Esa tozuda perseverancia convierte en
plenamente lograda una existencia que cristaliza en el anonimato de la
cotidianeidad. Demos a nuestros jóvenes esa oportunidad, y llenémoslos así de
esperanza.