Tolkien pasa por ser un autor bien conocido.
Quizá su indudable popularidad le ha valido, no sé bien a cuenta de qué tipo de
sentido (poco) común, la etiqueta de “vulgar”, como en una inecuación en la que
lo que gusta a muchos —el vulgo— no puede obtener el refrendo de quienes se han
arrogado el derecho a decidir lo que es y lo que no es Arte. No hay inecuación
más inverosímil que ésta, y empleo el término “inverosímil” en su sentido más
radical: lo que a menudo está tan lejos de la verdad que no resulta creíble. La
vulgaridad se situaría, según esa (i)lógica, en el extremo opuesto de una
exquisitez tan esnob, que resultaría asequible
tan sólo a un exclusivo (y excluyente) grupo de estetas o iniciados, celosos custodios
del grial, estrambóticos protagonistas de una novelucha al estilo de las que se
gasta Dan Brown, pero que en realidad no llegarían a la finura y agudeza de
aquellos personajes del cuento que recopilaron los hermanos Grimm, y que
narraba las desventuras de un emperador vanidoso cuya desnudez sólo fue capaz
de revelar —o des-velar— un niño.
Quizá por todo esto, porque Tolkien no es un
autor tan bien conocido como mucha gente piensa —admiradores lo mismo que
detractores—, y porque siendo un artista mayúsculo merece una mirada serena, nunca
está de más contemplar con asombro renovado la obra literaria del inventor de
la Tierra Media y los idiomas élficos, de Bilbo Bolsón y Roverandom, de Niggle
y el herrero que vivía en Wooton Major, pero que tenía su ser entero en
Fantasía, y por eso era capaz de ver
la realidad en toda su plenitud. ¿Alguna razón más? Una muy sencilla: porque su
obra y sus ideas sobre el arte literario son una joya de perfiles delicados y
polifacética hermosura, y nadie en su sano juicio se cansa de contemplar la belleza.
Como sucede con cualquier clásico, Tolkien merece la ponderada atención que
requiere la contemplación estética. De ese silencio surge una suerte de
perpleja admiración que demanda indagar con humildad en los porqués de la obra
de arte y de las razones del artista. Saber más ayuda al lícito entender mejor.
Pensar a Tolkien puede hacer más accesibles a
quienes han paseado por los jardines de su imaginario, y también a quienes sólo
conocen la versión cinematográfica de Peter Jackson —e incluso a los que no
conocen nada de él—, la vinculación del autor con la tradición narrativa
occidental, y los elementos renovadores presentes en su poética. Desde diversos
ángulos, y en una perspectiva filosófica, literaria e histórico-comparatista, se
puede de saber más para entender más plenamente y, así, poder dar razón —o, al
menos, razones—
de esa elusiva categoría que es el gusto estético.
¿Cuáles son esas ideas que hacen de Tolkien
un renovador de la tradición? A riesgo de resultar en exceso esquemático,
señalaré lo que considero el núcleo de su ars
poética. En su poema Mitopoeia,
“el arte de hacer historias”, Tolkien emplea la metáfora de la «luz irisada»
para referirse al modo en que los mitos, los cuentos, las buenas historias, nos
ofrecen un atisbo de la verdad de modo análogo a ese fenómeno físico por el que
un haz de luz se divide al atravesar un medio de diferente densidad —por
ejemplo un prisma, o un fluido—, refractándose en múltiples colores. Esos
colores constituyen, sin embargo, un blanco único capaz de ir «de mente en
mente» gracias al arte del escritor y a la potencia sapiencial, epistemológica que,
de modo paradójico, muestra y oculta al unísono la verdad. Porque la verdad es,
en definitiva, esencialmente gracia, don, misterio, y el artista que realmente
merece tan elevado título deviene, a la postre, mediador entre el ser humano y
la Belleza.
Algunas de las claves que, a mi juicio, dan
razón de la profunda novedad literaria que encierra la obra de Tolkien, y de su
extraordinaria aceptación entre tantos lectores de todo el mundo, laten bajo el
humus de la inspiración lingüística que alumbró su universo mitológico. Por
otro lado, las constantes estéticas peculiares de su invención literaria —es
decir, la presencia de una personal y sugerente metafísica del Arte y la
Belleza—, no son explicables solamente a partir del indudable atractivo temático
y argumental de las historias singulares. Quizá el núcleo de su poética lo
constituya el modo en que el lenguaje y la metáfora alumbran progresivamente un
universo posible, de manera análoga al modo en que, como escribe san Juan, el
mundo ha sido creado en y por el Lógos divino, el Verbo eterno del Padre. El
inventor de mundos se revela imagen quintaesenciada de Dios, un subcreador que,
haciendo pie en la potencialidad semántica de los idiomas inventados como vehículos
de verosimilitud, los emplea como causa instrumental para provocar «creencia
secundaria». La palabra verdadera es hecha merecedora de credibilidad, de fe
poética. En ella refulge de alguna manera el esplendor de una forma que es su
referente, que le otorga su sentido pleno, último, en sí y para cada uno.
Por esta senda de la belleza y la elaboración
lingüística, dice Tolkien, la palabra se transforma en medio privilegiado para
“inventar”. Mas al inventar el escritor no hace sino encontrar otros modos de
decir la realidad y el ser: se revela un mago cuya varita mágica es el adjetivo,
su reino el mundo entero y, en él, todos los mundos. El subcreador es erigido
un notario que levanta acta de este hecho extraordinario: que al haber sido
regalados con el don del lenguaje, podemos llamar a la existencia otros universos
imaginados a nuestra imagen y semejanza, puesto que también nosotros somos
imagen y semejanza de un Creador. «Seréis como dioses» quiere decir aquí, en el
otro extremo de la Trampa
falaz, aceptar la invitación para convertirse en servidores de la palabra, del
sentido, de la riqueza de significado que nos revela el Amor. La palabra que es
pronunciada como eco del sí primigenio, se transforma en cada acto artístico en
afirmación categórica de que había en nosotros más tela de la que fue necesaria
para cortar el traje de nuestro destino. Por eso decía Chesterton que cada
escritor revela a través de su imaginación el reino por el que le gustaría
vagar, y del que valdría la pena enseñorearse.
Como estirpe de Dios hemos sido adornados con este
don: el de poder continuar el canto de la Creación, embelleciendo este mundo en
y desde la elaboración de los mundos posibles que contiene el Verbo eterno, el
sí del Hijo al Padre, y que forman parte de la Música inicial. Por esa razón
cuando leemos tantos relatos bellos, tantos cuentos verdaderos, quedamos
literalmente “encantados”, incorporados al canto arcano que no cesa de adquirir
nuevas cadencias. La sinfonía aún resuena y se desarrolla en matices infinitos,
y la clave en que fue compuesta se llama esperanza.