¿La belleza es un valor subjetivo, relativo al gusto?
La influencia de las categorías estéticas
kantianas, junto a la evolución de las artes visuales tras la Primera Guerra
Mundial y las vanguardias, nos han llevado a dar por sentado que la belleza es
lo mismo que el gusto personal. Por tanto, una categoría subjetiva y cambiante,
dependiente de las modas. La recuperación de la belleza como trascendental del
ser en el que se da una ‘circumincessio’ —una comunicación ininterrumpida con
el resto de los trascendentales (bien, unidad, verdad)— puede ser la senda
hacia un descubrimiento de la realidad como don, como regalo. En ese sentido
toda realidad deja traslucir la luz de la forma en la que resplandece el
carácter creatural del mundo.
¿Puede un dibujo de un niño de cuatro años
sobre su familia ser más bello que una obra de Caravaggio?
Esta pregunta se refiere al sentido analógico
del concepto de “lo bello”. La belleza del dibujo del niño está vinculada a la
mirada prístina e inocente –sabia- sobre el complejo mundo de sus afectos,
emociones, sentimientos, etc. Es referencial respecto del amor que el niño
recibe, o su ausencia; y su reciprocidad.
La belleza del cuadro de Caravaggio está
vinculada a una perfección en la realización (a la imprescindible tekné),
a la composición, el orden y la simetría internas, al tema y la conciliación
perfecta entre fondo y forma.
La belleza es, como categoría ontológica,
‘analogia entis’: permite una gradación relativa, relacional, entre un más y un
menos según el punto de referencia. El dibujo del niño y la obra del maestro
son comparables como respuestas al don del ser, pero inconmensurables entre sí
desde la perspectiva “artística”.
Al ser animales culturales nuestro lenguaje
es simbólico. Por lo tanto ¿no existe la belleza natural fuera del rango
humano?
La pregunta es equívoca. Nuestra respuesta a
lo simbólico no depende sólo de nuestro carácter social, cultural: es previo
porque es respuesta al Otro original. La percepción de la belleza natural es
inaccesible fuera del ámbito de lo humano, aunque pueda haber respuestas en los
animales superiores a ciertas formas de simetría o proporción, o de belleza
sensible, en niveles muy rudimentarios. Parte de las consecuencias de la Caída,
como explican algunos Padres de la Iglesia o C. S. Lewis, se manifiestan en este
desorden en la percepción de lo bello no sólo en los animales, sino entre los
seres humanos animalizados.
¿Cómo saber si algo feo es más hermoso aun
que lo establecido como bello?
Volvemos a las categorías kantianas de lo
bello como subjetividad. Lo feo puede serlo en diversos niveles que, en función
del modo en que trasluzcan el esplendor del ser, podrán ser considerados “feos”
o “hermosos”. La Cruz es la cumbre de esa paradoja en la que el “desecho de los
hombres” al que se refiere Isaías se manifiesta como el más bello de los hijos
de los hombres.
¿La belleza es accesible a los insensibles de
corazón?
Siempre, toda vez que el don que Dios da no
es retirado nunca, y en todo momento es redimible. La gracia es entregada para
siempre y, aunque puede quedar oscurecida, permanece la fidelidad de Dios a la
palabra dada, a la sanación de la naturaleza y, con ella, de las
potencialidades para redescubrir y agradecer, para contemplar, para el silencio
y las formas de humillación ante la potencia creadora de Dios y los hombres.
¿Qué respondería a la pregunta que Ippolit le
dirige al príncipe Myshkin? (“El idiota”, F.M. Dostoyevsky)
-¿Qué belleza es ésa que va a salvar al
mundo?
¿Está de acuerdo con esa pregunta? Si es así,
¿por qué?
Me remito a la Carta a los artistas,
de san Juan Pablo II, nº 19: el mundo será redimido por la Belleza, o no será.
Hemos hecho tanto hincapié en el bien, en la verdad, que hemos dejado de lado
–también en la iglesia católica, tristemente- la potencia de la belleza (no
sólo artística) para llamar al hombre contemporáneo a una nueva contemplación
del Don en el que “vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28).
En tanto en cuanto la Verdad no es una moral
–aunque la implique y explicite-, no podemos seguir insistiendo en que el
seguimiento de Jesús se ciñe a la práctica de unos preceptos. Por el contrario,
es un modo de ser que se trasluce en una manera de mirar y estar en el mundo
como criaturas libres que agradecen como niños que están ‘omni tempore, ludens
[Deus] in orbe terrarum’ con nosotros. Tal es la fuente de la paz y la
esperanza. De no ser así, el mundo no será, porque ha sido redimido ya en la
belleza de la Cruz pero aguarda la acogida que depende de cada libertad
personal. Y la libertad que es accionada por el amor abraza lo bello antes que
un código moral, por pertinente y humano que éste sea.